La evolución de la ciudad latinoamericana, en el siglo XIX, vino marcada por dos hitos históricos interrelacionados. De un lado la consecución de las independencias en las antiguas colonias españolas, y de otro la creación de las academias de Bellas Artes. Esta últimas nacieron al amparo de la creación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid en 1752, e imitando a su vez a las predecesoras de París y Roma. Al menos a partir de entonces se comenzó a percibir la incorporación de los modelos ilustrados en la arquitectura y el urbanismo, con un trabajo de diseño más sistemático y científico.
El proceso de control académico de la arquitectura y la necesidad de aprobar los proyectos importantes condicionó una producción oficializada caracterizada por la defensa de unas formas equilibradas y unos planteamientos estilísticos uniformes en todo el territorio.
En la práctica, los edificios plasmaron una estética cercana al clasicismo romano, con cúpulas y bóvedas tomadas del modelo del Panteón de Roma y añadidos palladianos variados. Pero el academicismo tuvo también otros derroteros que anduvieron más cercanos al gusto francés galante.
La restauración de Fernando VII después de la guerra de la Independencia Española supuso un atraso en todos los ámbitos sociales y políticos, lo que se tradujo también en el ámbito colonial, pero estos atrasos se vieron contrarrestados por los intelectuales y artistas que comenzaron a pedir toda clase de libertades frente al academicismo triunfante.
Años después, limitados o condicionados por el control académico y por la ambigüedad de la crítica, los arquitectos iniciaron un rápido camino que les llevaría al romanticismo y al costumbrismo, en una posición de resistencia frente al academicismo internacional y en defensa de las raíces de lo que se consideraba en cada lugar el prototipo nacional. Y más tarde, una nueva reacción llevó al Art Nouveau.
Así pues, fueron las academias y la reacción que ellas mismas suscitaron las que provocaron el vaivén de la arquitectura del siglo XIX. Esto significa, naturalmente, que fue diferente la arquitectura en aquellos países que dispusieron de instituciones artísticas ya formadas desde los fines de la época colonial, de aquellos en que la conformación de unas instituciones nacionales fue tediosamente lenta, hasta el punto de producirse en muchos casos ya en la entrada del siglo XX [1].
Vayamos entonces por partes. El neoclasicismo llegado de Europa y defendido en las academias fue perfilando una personalidad propia derivada de las circunstancias políticas que rodearon la acción institucional de estas organizaciones de control artístico, especialmente cuando convivió con la emancipación primero, y las independencias después, de las naciones latinoamericanas. El neoclasicismo academicista que en Europa fue mesura, contención y razón, en los ex virreinatos fue pasión por enfatizar el americanismo, pues la mutua gravitación entre las corrientes europeístas e indigenistas hicieron florecer un arte diferenciado en cada lugar.
El movimiento neoclásico, impuesto sobre todo desde el establecimiento de la Academia de San Carlos de México en 1785, acabó por ser medianamente popular entre los arquitectos, pues consiguió identificarse con los nuevos tiempos que culminaron con la independencia nacional. El neoclasicismo significó para muchos países latinoamericanos el advenimiento de la modernidad y se aferró a tales formas a lo largo del siglo XIX como una reacción al pasado virreinal, profundamente barroco. La población vio en la academia una legítima introductora de las ideas imperantes en los países más desarrollados. La corriente neoclásica se impuso rápidamente porque el sector más culto, aquel que leía a los enciclopedistas y a otros muchos autores prohibidos por la inquisición, fue permeable a su influencia. Aceptar el neoclásico era aceptar lo moderno, reacomodarse en un presente europeo al que se anhelaba estar ligado.
Naturalmente, en la vida de las academias hubo un antes y un después de las independencias [2]. Tras la guerra la totalidad de ellas entró en una lamentable decadencia en su organización, profesorado, producción y economía, hasta el punto que la mayoría cerraron y cuando volvieron a abrir en un entorno ya republicano, los maestros españoles se habían marchado o habían muerto, y las inquietudes de los terratenientes criollos y de la naciente burguesía nacional se concentraron en la defensa de su predominio dentro del conglomerado confuso y anárquico que comenzaba a crecer cargado de contradictorios problemas internos y difíciles amenazas exteriores.
La elección de un determinado urbanismo en el siglo XIX tras la independencia de la mayoría de los países que se configuraron, no se basó en un borrón y cuenta nueva, sino que fue una solución de continuidad en una sociedad mestiza [3]. En mi opinión, la ciudad americana del siglo XIX continuó teniendo sus raíces en una tradición cultural europea, sin embargo, poco a poco fue denotando una marcada diferencia entre los aspectos en los que evidenció un recuerdo del pasado colonial y aquellos en los que fue patente la ruptura con la herencia de lo hispano. De hecho, este intento de ruptura tras la independencia hizo que el proceso de crecimiento de la ciudad fuera entendido como una revolución artística empeñada, de forma deliberada y dirigida por las instituciones y los grupos intelectuales, en interrumpir y transformar la herencia cultural de raíz española como paso inicial en una búsqueda de un reconocimiento identificatorio nacional.
Las naciones americanas buscaron ser una comunidad de distintos, es decir, un país claramente diferente de lo que hubiese sido si hubiera continuado como una colonia española, pero eso no significaba que fueran una tierra de nadie, pues el proceso de diferenciación con lo hispano necesitaba de la construcción de una identidad, a partir, eso sí, de una sociedad heterogénea. Y esta identidad tenía que estar justificada en un pasado, aunque hubiera que imaginar bases territoriales, culturales o de intereses, y tenía que tener una imagen de futuro.
Por todo eso el neoclasicismo de raíz española se transmutó en un neoclasicismo representante de la independencia. Con la institución académica renovada se inicia propiamente el arte latinoamericano del siglo XIX, de arquitectura académica y también romántica, que vendría a morir a principios del siglo XX con la llegada del Art Nouveau internacional. Los maestros europeos que fueron a impartir sus enseñanzas fundaron una escuela académica con sólida basa clásica y cuya producción, muy distinta de aquella de los tiempos virreinales, fue del gusto de la nueva sociedad en formación.
Las viviendas de la primera mitad del siglo XIX poseían un marcado carácter funcional y racionalista heredero del neoclasicismo y el academicismo que, en líneas generales, continuaron vigentes durante todo el siglo. No obstante, la sencillez decorativa sintetizada en finas molduras en las puertas y ventanas iba a experimentar un proceso de enriquecimiento decorativo en el que las fachadas comenzaron a incorporar decoraciones de meandros y zarcillos de acantos de atemperada simetría, telas festoneadas, lambrequines, cestos y ramos, laureas, hojas de vid, listeles y menudismos foliares, palmetas, conchas y hojas de cardo, derivadas casi todas de las decoraciones pompellanas que se difundían en catálogos como los de Pergolesi, Pierre Lavalle o J. B. Reveillon. El romanticismo arquitectónico se tradujo en una mirada vuelta hacia los estilos del pasado, una mirada que muy pronto se convertiría en un simple vistazo a unos repertorios formales a los que el arquitecto podía acudir en defensa de una estética personal. Se iniciaba así un camino cuesta abajo desde los historicismos hacia el más puro eclecticismo.
Las reformas urbanas se consolidaron y dieron lugar a una oferta constructiva importante. A su vez, también la técnica de la construcción se perfeccionó y, como consecuencia, la defensa de una arquitectura tradicional entró en una crisis casi permanente aunque nunca definitiva. El esfuerzo por mantener cohesionadas las diferentes experiencias arquitectónicas dentro de un marco historicista con predominio del neobarroco francés de fue agotando no sin dejar excelentes testimonios en forma de palacetes con mansardas y buhardillas, y los arquitectos comenzaron a aceptar nuevas posibilidades a partir de nuevas contingencias de estilos diferentes en defensa de la propia libertad de escoger las formas que se querían desarrollar.
Poco a poco el eclecticismo más variopinto comenzó a convivir con el neobarroco francés, y las reformas urbanísticas, inspiradas en el ensanche parisino, plagaron de palacetes las nuevas avenidas.
Estas construcciones afrancesadas permitieron la decoración de algún detalle de otro estilo que significaba la firma del arquitecto. Del historicismo se había pasado al eclecticismo. El eclecticismo podía contemplar las innovaciones de tipo técnico en la construcción y era una bofetada al academicismo, pero no consistía más que la utilización libre de estéticas reconocidas en el pasado.
En todas las ciudades comenzaron a levantarse edificios utilizando nuevas tecnologías constructivas que luego se enmascaraban con decoraciones derivadas de un repertorio historicista, con predominio de una opción, fundamentalmente la francesa, pero siempre acompañadas de otras.
Y poco a poco, en la arquitectura de las grandes ciudades fue teniendo presencia, entre el estilo francés del segundo imperio, ciertos detalles neoárabes, neogóticos, y por qué no decirlo del Art Nouveau Internacional.
No debemos creer que las particularidades de la arquitectura americana en general, se constituyeron como un hecho aislado, pues los contactos internacionales fueron indiscutibles. Se conocían los movimientos artísticos europeos, eran fuente de inspiración, y los intercambios fueron intensos y numerosos. El Art Nouveau avanzó de forma clara en la recuperación de las artesanías aplicadas a la construcción, particularmente la forja y la cerámica. Así, si bien el Art Nouveau comenzó llegando a las casas en forma de pequeños objetos ornamentales y funcionales, muy pronto lo hizo también como un nuevo sistema ornamental de la arquitectura, más adecuado a la tecnología del hierro y el cristal. Aquí llegó el Art Nouveau, el Jugendstil y la Secesión Vienesa, y aunque triunfó el primero, especialmente por la tradicional vinculación con el gusto francés, la mezcla de estas tendencias también se produjo, hasta el punto de crear un peculiar estilo.
Así pues, el Art Nouveau de Bélgica y Francia prevaleció sobre los posteriores Secesión Vienesa y la Escuela de Glasgow, pero lo que para la arquitectura interesaba es que, considerados todas las tendencias en conjunto, todas tenían un denominador común de ruptura, renovación y libertad respecto al pasado. Era la arquitectura de la diferencia.
Sin embargo, esta diferencia se diluyó pronto en las manos de los propios arquitectos que la defendían. Fue pasando a ser únicamente un repertorio formal más, y aunque con una fuerte presencia, comenzó a mezclarse con los historicismos de tradición romántica, con una visión tradicionalista de la arquitectura, aunque esto no signifique para nada una falta de calidad.
Así pues el Art Nouveau no fue una revolución contra los historicismos siempre, lo fue sólo en un principio, luego fue un catálogo decorativo al que se podía recurrir en la locura ecléctica de la gran ciudad.
No obstante, el modernismo, como se le llama en España, manifestó siempre un deseo de modernidad y de afirmación de los valores autóctonos, es decir, de cosmopolitismo y de defensa de la tradición, y es curiosamente de esta contradicción de la que nació su originalidad. En su éxito en Latinoamérica también tuvo que ver la sintonía con los últimos modelos europeos, desde los diseños de César Daly a los repertorios de Viollet Le Duc, desde los diseños ingleses, especialmente a partir de 1894, a las novedades francesas, sobre todo desde 1900.
En el proceso de integración de la arquitectura latinoamericana con las vanguardias internacionales tuvieron también gran importancia la difusión de materiales escritos, revistas, catálogos, grabados (sobre todo franceses), etc.
En el modernismo sudamericano, referenciado en la literatura en la obra de Rubén Darío, el espíritu cosmopolita y el indigenismo fueron de la mano y se convirtieron en una manifestación cultural de deseos paralelos a los europeos. Los arquitectos y los industriales se esforzaron por encontrar lazos lógicos entre las nuevas técnicas productivas de materiales de construcción y el diseño de éstos con una utilización justificada y funcional de la ornamentación [4].
Pero, en realidad el modernismo nunca dejó de ser un eclecticismo opuesto al eclecticismo convencional. En esta arquitectura se puede llegar a entrever la influencia de la escuela ecléctica alemana, popularizada en España a través de la obra de Doménech i Montaner y Vilaseca, así como también la estética francesa, a partir de una interpretación absolutamente ecléctica de Viollet Le Duc, sin olvidar la presencia de César Daly y sus modelos más funcionales, la difusión de la Revue Generale de l’architecture et des travaux publics, o la decisiva Exposición de París de 1878, que permitió acceder a multitud de catálogos.
A partir de 1894, la obra de Alexandre de Riquer en España, y la difusión de la revista The Studio en América acercaron la arquitectura a cierta tendencia a la inglesa, al esteticismo y al dominio romántico de las Arts and Grafs. Y a en torno a 1900, el eclecticismo creativo manifestó su influencia directa del Art Nouveau europeo que llegaba directamente desde Francia. Pero el eclecticismo que fue el modernismo no se detuvo ahí, e incorporó también la influencia de las artes decorativas japonesas y la gran difusión de modelos franceses que supuso la Exposición Internacional de París de 1900.
Tras esta exposición internacional París fue vista como paradigma de la modernidad, y la llegada a América de revistas francesas sobre técnica, arquitectura, moda y decoración se amplió de forma importante. La propia Revue Technique de l’Exposition se encontraba en todas partes.
Sin duda, la utilización de todos estos repertorios hizo que la mezcolanza en la arquitectura se realizara de forma vertiginosa. Muchos arquitectos continuaron realizando obras que unían gustos neobarrocos, segundo imperio o incluso indigenistas, mientras, al mismo tiempo, ellos mismos creaban otras que aparentemente se revelaban contra esta inercia sin que por ello se tratara de un viaje sin retorno. De hecho, la mayoría de los arquitectos combinó el eclecticismo con el nuevo estilo modernista que nacía de la propia repulsión hacia esta repetición ornamental, y consiguieron que el Art Nouveau terminara siendo un repertorio más a reinterpretar y mezclar, creando un nuevo eclecticismo.
Contrariamente a lo que se suele pensar, esta variedad de estilos salidos de un mismo estudio de arquitectura no era consecuencia de un estado de incertidumbre, sino una elección deliberada de los arquitectos, concebida no tanto como una peculiar manera de reivindicar la libertad del artista, sino más bien como una forma de complacer a los clientes, y aunque se impuso en contra de la opinión de las academias, no pasó de ser el resultado de una combinación de elementos ornamentales carentes de significación en la mayoría de los casos, donde los estilos no eran más que repertorios de los que echar mano.
En América, olvidada ya la definitiva salida de los españoles, a las ciudades les quedó el dilema de norteamericanizarse o reafirmarse en su carácter hispánico o, más en general, latino. Así frente a lo moderno de la América anglosajona se planteó lo modernista de la América latina, convirtiendo lo moderno en un manierismo. Si se relee a Rubén Darío, se encontrará ese mismo preciosismo, el exotismo, la alusión a los mundos desaparecidos, desde la edad media caballeresca a los emperadores incas y aztecas, etc. En cualquier caso el nuevo estilo se constituyó como una línea divisoria entre lo anticuado y lo actualizado.
Con el modernismo se fue finiquitando la insubordinación cultural que se había ejercido contra España y todo lo hispánico. Se buscó una estética innovadora, parisina pero con un sustrato español, antianglosajona y manifiestamente industrial.
Veamos ahora, como se traduce esta evolución en el urbanismo de una ciudad como Lima. Lima, como buena parte de las grandes ciudades de América Latina, a partir de los correspondientes procesos externos de globalización e internos de estabilización socioeconómica y política, ha sufrido un rápido proceso de asentamiento poblacional en los cerros cercanos.La realidad actual de Lima responde a un espacio geográfico que presenta una serie de problemáticas territoriales de difícil solución, desde las derivadas del deterioro medioambiental, los rápidos y drásticos cambios en las dinámicas demográficas y sociales, hasta las comprobadas fragilidades económicas y productivas; y todo ello con una presencia amenazante de catástrofes naturales.
En Lima, la situación que se derivaría de los condicionantes anteriores, se ve agravada por la ausencia, provocada por la rapidez de su evolución urbanística, de procesos de redifinición funcional de los distritos, donde la población se enfrenta a retos muy distintos y a los desafíos de un mundo cada vez más interrelacionado e inmerso en importantes procesos de cambio.
El Centro Histórico de Lima es Patrimonio Cultural de la Humanidad desde el año 1991, por ser un ejemplo sobresaliente de un conjunto o paisaje arquitectónico que ilustra episodios significativos para la historia de la humanidad. Esta ciudad es como un ser humano que se sintió bello, y ahora no está teniendo un buen envejecer. Y no hay dinero para cirugías estéticas. (Imagen 1)
Lima está ubicada en las riberas del río Rímac y bañada por las aguas del Óceano Pacífico. La zona donde hoy está la ciudad fue habitada desde las culturas preincaicas como Chavín, Maranga y Huari. Los incas la incluyeron en su red de caminos que atravesaban el vasto Imperio.
El 18 de enero del año 1535, Francisco Pizarro, luego de intentar fundar la capital del Perú en Jauja y Sangallán, fundó la ciudad de Lima en una ceremonia sencilla, rodeado de sus soldados, esclavos y algunos curiosos, llamándola “Ciudad de los Reyes”, nombre que sucumbió al nombre nativo de la ciudad, “Rímac” (que significa Río Hablador), el cual terminó por convertirse en “Lima” [5].
Lo que nos interesa aquí es que la ciudad respondía a la típica formación en damero renacentista, que los españoles impusieron en América. En un inicio, la ciudad abarcaba un total de 177 manzanas (4 solares por cada una de ellas). Todas las casas estaban ubicadas tomando como punto central la Plaza Mayor. Las manzanas eran de 100 por 100 metros, las calles de 10 metros de ancho y las casas de dos pisos de altura que no pasaban de los 10 metros de alto.
Merece una atención especial la génesis de las murallas de Lima, tremendamente precipitada. Su construcción, entre 1684 y 1687, se debió sobretodo al temor de los saqueos, personalizados en el inglés Francis Drake, que en 1579 atacó sorpresivamente la escuadra española en el puerto del Callao, llevándose una nave cargada de plata y cortando las amarras de otras once. La imagen de una Lima virreinal rica, más o menos real, y la constatación de los continuos embarques de plata del Potosí, crearon una polémica sobre cual sería la mejor defensa de la ciudad, polémica acrecentada por las noticias de saqueos en el puerto de Veracruz en México y la presencia de piratas en las costas chilenas.
Aunque la construcción fue rápida, la polémica era vieja. A diferencia de lo que pasó en otros lugares de la América española, las obras arquitectónicas defensivas del siglo xvi en Lima, no eran de gran calidad, hasta el punto de que la ciudad y su puerto sólo eran definidas como plazas muradas o cerradas pero no fortificadas [6]. En 1580, durante el gobierno del virrey Martín Enríquez de Almansa, la Corona mostró ya su preocupación por la indefensión de Lima; en 1602 se tiene constancia de los informes de Pedro Ozores de Ulloa al virrey Luís de Velasco en favor de realizar un trincherón que rodeara la ciudad; en 1615 Juan de Belveder propuso levantar una ciudadela en el barrio de San Lázaro; y Juan Arias Tarragona, en 1617, intentó levantar un proyecto de amurallamiento por orden del Consejo de Indias [7]. Sin embargo, nada se llevó a la práctica.
Las amenazas constantes de barcos holandeses desataron un malestar entre la población, pero las solicitudes de Diego Álvarez de Paz, Provincial de la Compañía de Jesús, del virrey Francisco Borja y Aragón, el cabildo eclesiástico y todas las órdenes religiosas de Lima, no sirvieron para que los proyectos se ejecutaran.
Finalmente, en 1623, la Corona expidió una Cédula al virrey Diego Fernández de Córdoba para trazar la fortificación sin tocar fondos públicos, por lo que el marqués de Guadalcázar convocó a 27 personalidades, entre las que se encontraban el ingeniero Rodrigo Montero de Uduarte y Juan Martínez de Arrona, obrero mayor de la catedral. Sin embargo, la falta de monetario público hizo que el proyecto no llegase más allá de la excavación de trincheras y reductos para acomodar piezas de artillería, más la orden de Cristóbal de Espinosa en 1626 para armar con artillería los conventos de la Merced, San Agustín, Santo Domingo, San Francisco y la Compañía de Jesús, y así defender la plaza Mayor [8].
Las murallas se levantaron durante el gobierno del duque de la Palata, el virrey Melchor de Navarra y Rocafúl, y encerraron la ciudad por tres de sus cuatro costados, dejando como protección natral el cauce del río Rimac. El trazado, a pesar que los muros alcanzaban entre cinco y seis metros de alto por unos cinco de ancho, y estaban reforzados por un total de treinta y cuatro baluartes que, dicho sea de paso, arrasaron gran parte de las wakas (restos arqueológicos, normalmente pirámides de adobe) de la ciudad, respondía más a una cuestión de límites urbanos que a la atención de resolver las necesidades defensivas. El proyecto fue obra del ingeniero español Luís Venegas Osorio, luego reformado por el cosmógrafo mayor del Reino, el jesuita holandés Juan Ramón Coninck, y el alarife Manuel de Escobar. Aunque en las trazas primeras se planificaron cinco puertas de acceso, finalmente fueron seis las que se abrieron, funcionando como tales hasta 1870 en que el gobierno de Balta ordenará su derribo.
De 1685 y 1687 respectivamente conocemos sendos grabados de fray Pedro Nolasco, realizados por disposición del virrey (Imagen 2). El segundo, con ciertos aditamentos fue reproducido también en 1688 por Echave y Assú en La Estrella de Lima convertida en sol sobre sus tres coronas, con un grabado del holandés Joseph Malder, y en la publicación del Voyage histrique del’Amerique meridionale fait par ordre du Roy d’Espagne de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, de 1748 (Imagen 3)[9].
Fue tal vez la construcción más recia de Lima, y sólo la mano humana pudo acabar con ellas, pues resistieron con bastante fortuna el terremoto que sacudió la ciudad el mismo año de finalización de las obras, en 1687, y especialmente el ruinoso temblor de 1746 que destruyó gran parte de la ciudad y provocó un maremoto que borró del mapa el puerto del Callao.
La desaparición de las murallas, en parte subvencionada por el contrato Dreyfus que dio a esta firma francesa todas las concesiones de obras de desarrollo de la ciudad (un deseo de modernidad que se convirtió en una imitación de la arquitectura francesa, aquello que el viajero francés Wiener llamó europeización de Lima, aunque las obras estuvieron a cargo del empresario norteamericano Enrique Meiggs)[10] permitió el crecimiento de la ciudad hacia el oeste, es decir, hacia el mar, y la construcción de amplios bulevares afrancesados que ocupan hoy el terreno de la muralla, como es el caso de las avenidas Alfonso Ugarte o Grau, bajo la cual, la construcción de unas vías subterráneas está permitiendo constatar el recorrido de la fortificación.
De todas las murallas, hoy en día, sólo se puede disfrutar de forma comprensible para el espectador, en el llamado Parque de la Muralla, intervención realizada junto al cauce del río Rímac, y por tanto, refleja los restos de una construcción amurallada de cerramiento. (Imagen 4).
En Lima, hasta mediados del siglo XIX se mantuvieron los esquemas de modernidad neoclásica de los que hablábamos, y que tuvieron su ejemplo más paradigmático en la construcción de la penitenciaría entre 1856 y 1862, proyecto del arquitecto Mimey, obra a la que siguió cuatro años después el Hospital 2 de Mayo, o el Mercado Central (1852-1855). Y en la misma línea de búsqueda de modernidad hay que enmarcar la instalación del alumbrado de gas y el sistema de agua y desagüe para el centro de la ciudad.
Con la llegada de la segunda mitad del siglo XIX, ejemplificada en Lima con el gobierno de José Balta (1868-1872) el romanticismo comienza a predominar sobre el academicismo, y el deseo de modernidad se convierte en una imitación de la arquitectura francesa, aquello que el viajero francés Wiener llamó europeización de Lima.Las reformas urbanas se consolidaron y dieron lugar a una oferta constructiva importante. Fue el tiempo del derribo de las murallas de Lima (1870) a cargo del empresario norteamericano Enrique Meiggs, y sus consiguientes aberturas en grandes avenidas hacia el mar, de la construcción del parque y palacio de la Exposición, o de la instalación del tranvía de sangre.Poco a poco el eclecticismo más variopinto comenzó a convivir con el neobarroco francés, aunque Lima conocerá un periodo de auge de este historicismo con el segundo gobierno de Nicolás de Piérola y con las reformas urbanísticas de 1895 que se inspiraron en el propio ensanche parisino, y que plagaron de palacetes por las nuevas avenidas Brasil, Paseo Colón, y la avenida La Colmena, o las plazas Bolognesi, Dos de Mayo o Unión.
Estas construcciones afrancesadas permitieron la decoración de algún detalle de otro estilo que significaba la firma del arquitecto, pero el predominio galo continuó siendo evidente.
Lima perdió entonces, especialmente en la etapa siguiente a la invasión de 1883, la organización tradicional del espacio, con manzanas de 100 por 100 metros, calles de 10 metros de ancho y casas de dos pisos de altura que no pasaban de los 10 metros de alto, y pasó a copiar el París del Barón Haussmann, con plazas circulares con esculturas conmemorativas, amplios bulevares arbolados y techados de mansardas.
El positivismo que había lanzado intelectuales a la defensa de la tradición, defendía en la arquitectura una idea del progreso que, si bien miraba con recelo el mundo anglosajón, admiraba a Francia sobremanera. Naturalmente, también el discurso higienista colaboró en la empresa de esta gran reforma urbanística.
En todas las ciudades comenzaron a levantarse edificios utilizando nuevas tecnologías constructivas que luego se enmascaraban con decoraciones derivadas de un repertorio historicista, con predominio de una opción, fundamentalmente la francesa, pero siempre acompañadas de otras. Son un claro ejemplo el Banco del Perú y Londres (1905) que emplea hierro y cristal; y el Teatro Polietama de Juan Pardo (1909) de concreto armado, consecuencia de la prohibición, desde 1890, promovida por el higienista Santiago Basurto, de la utilización del adobe y la quincha en favor del ladrillo y el hormigón. (Imagen 6. Construcción en adobe y quincha en la Casa Punchauca, Carabayllo).
Poco a poco, en la arquitectura de las grandes ciudades fue teniendo presencia, entre el estilo francés del segundo imperio, ciertos detalles historicistas, y por qué no decirlo, del Art Nouveau Internacional. El palacete del Museo De Osma de Barranco es un claro ejemplo. Entre la más exquisita arquitectura afrancesada, de incorporaron decoraciones murales en los techos que respondían a la modernidad del Art Nouveau (Imagen 7. Museo de Osma, Barranco). El problema del afrancesamiento de la arquitectura y el arte en general en el Perú de finales del siglo XIX fue que, partiendo del hecho de que la creación artística fue más un juego colectivo que individual, y que por eso tenía que estar jerarquizada e institucionalizada, y de que desde estas mismas instituciones se trató de mantener y potenciar los modelos que la cultura independentista requería, estos modelos no fueron sentidos como propios, generados por la propia cultura. En este sentido, el modelo cultural que se defendió con la creación de un determinado producto artístico no fue más que la visualización o concienciación del modo de ser que quería identificarse con un país, aunque dejando de lado la cultura tradicional. Sólo importaba que las naciones fueran diferentes unas de otras y distintas de España, y especialmente que fueran además modernas, estar al nivel del siglo [11].
En cualquier caso el nuevo estilo se debía convertir en una línea divisoria entre lo anticuado y lo actualizado, y fue sólo continuidad afrancesada. Como hemos dicho, las innovaciones arquitectónicas de Lima cesaron con la guerra y la crisis consiguiente, y el gobierno de Balta dejó obras de gran audacia, como lo fue la Exposición [12], pero continuó con un afán demoledor, como con los balcones cajón tallados (incluso hubo una ordenanza que impedía reedificarlos) o los extensos patios de las casonas [13]. El historiador peruano Riva-Agüero lamentaría de que
para apreciar el ambiente limeño, en lo que tiene de singular y característico, y la especie y eficacia de sus influjos, no se ha de pensar en la ciudad moderna, materialmente crecida pero espiritualmente mermada, depuesta de la supremacía originaria sobre el suroeste americano, a punto de perder su sello propio, olvidadas las costumbres regionales, desfigurada por edificios extranjerizos y bastardos [14].
Riva-Agüero defendió entonces la importancia de lo étnico y lo atávico “pues no basta que un elemento desagrade a muchos de nuestros compañeros para que su realidad y trascendencia desaparezcan o se callen” [15] y posteriormente lo español: “Los de América española, por muy mezclados que estén entre nosotros las razas, somos latinos” [16] “Nuestra constelación cultural hispánica que o tiene porque ser tributaria ni tampoco antagónica de nadie sino en todo paralela a la que componen los anglosajones por ejemplo” [17]. En tercer lugar defendió la vuelta a la religión como aglutinante social: “Y además de ser nosotros latinos por la civilización y el idioma, somos católicos, que es una redoblada y superior manera de latinidad” [18].
Por último defenderá la unión cultural de los americanos y los latinos, lejanas ya las épocas de configuración del país: “encerradas casi todas las naciones hispanoamericanas en la angustiada obra de la fusión de sus elementos internos, apenas han dispuesto de serenidad y tiempo para mirar más allá de sus inmediatas fronteras, y trabajar con perseverancia en aquella confederación espiritual, en aquel acercamiento positivo y serio entre los miembros de una familia, a la que la comunidad de raza las llama y las obliga. Pero a medida que vayan asentándose definitivamente, tienen que acercarse más a otras por irresistible ley de las cosas, y que agruparse en derredor del centro a que las llevan los sentimientos y la tradición, en derredor de la madre venerada” [19].
Sin embargo la traducción arquitectónica de sus teorías tardaría en llegar. Habría que esperar a la celebración del centenario de la independencia, en 1921, con el gobierno de Augusto B. Leguía (periodo que derivó en la dictadura y que se conoce como oncenio, desde 1919 hasta 1930). El gobierno de Leguía defendió el concepto de patria nueva basado en un nacionalismo de matices prehispánicos en la línea de Riva-Agüero, pero por otro lado defendió la tradicional idea de modernidad, esta vez no mirando a Francia, sino a Estados Unidos, los grandes inversores del momento. Fue entonces cuando se construyó la plaza de San Martín, con la curiosa aparición de una llama animal sobre el casco de la alegoría de la libertad, en lugar de una llama votiva; también se planificaron grandes vías de ensanche, como la Leguía, actual Arequipa o la del Progreso, actual Venezuela; y por supuesto llegaron los modelos norteamericanos en forma de grandes edificios de hormigón armado como el Gildemeister (1929) en el centro de la ciudad, y las casas retranqueadas a modo de chalet construidas mayoritariamente por las compañías Fred T. Ley y The Fundation Company, siguiendo los modelos de las revistas Variedades y Ciudad y Campo [20]. (Imagen 8. Vista aérea de Miraflores)
Tras Riva-Agüero se sumarían por fin, y aunque de forma poco concreta, las reflexiones arquitectónicas en favor de la tradición peruana combinada con las vanguardias europeas de Héctor Velarde (formado en Francia y Suiza) y Emilio Hart-Terré (el primer arquitecto de formación netamente peruana). Con ellos nacerán los historicismos peruanistas que traducen a la arquitectura las teorías antes mencionadas. La variante más extendida será la de la arquitectura neocolonial, entre cuya obra destaca la casa Fari (1914) de Rafael Marquina, y el arzobispado de Lima (1916) de Jaxa Malachowski, quizá porque no entraba en contradicción con la corriente mayoritaria de inspiración norteamericana, pues coincidía con el mision style, muy utilizado en Estados Unidos en las mansiones californianas.
La otra tendencia del historicismo peruanista será el neoprehispánico, del que quedan pocos ejemplos en Lima (Lince y Jesús María), además del espectacular Museo de la Cultura (avenida Alfonso Ugarte). Paralelamente hay ejemplos más populares dentro de esta misma línea, como la arquitectura denominada neoandina que popularizó las casas con tejados con pendiente y cubierta de tejas, sólo justificados estéticamente, pues la climatografía de Lima no los hace necesarios, y de la que es el principal exponente Alfredo Benavides; y la arquitectura neoperuana, una especie de fusión entre el neocolonial y el neoprehispánico, defendida por el arquitecto Manuel Piqueras Cotolí, autor de la fachada de la Escuela de Artes, de configuración barroca pero con elementos decorativos iconográficos precolombinos (1920-1924) (Imagen 9. Museo de la Cultura).
La década siguiente, la de 1930, no continuará por los mismos derroteros, pues el gobierno del general Óscar Benavides paralizará los grandes proyectos en post de una arquitectura art déco de bajo coste para viviendas obreras, la llamada arquitectura buque, inspirada en las formas y decoraciones navales, y finalmente la llegada del protoracionalismo de base compositiva académica.
Note
[1] V. Mínguez Cornelles, Efímero mestizo, en AA.VV., Iberoamérica mestiza. Encentro de pueblos y culturas, Madrid, SEACEX, Fundación Santillana, 2003, 49-66; I. Rodríguez Moya, Rostros mestizos en el retrato iberoamericano, ibid., 149-166. Y especialmente R. Gutiérrez Viñuales, El hispanismo como factor de mestizaje en el arte americano (1900-1930), ibid., 167-186.
[2] R. Gutiérrez Viñuales, El papel de las artes en la construcción de las identidades nacionales en Iberoamérica, «Historia Mexicana (HMex)», 2 (2003), 341-390. También recomendamos el texto del mismo autor La arquitectura neoprehispánica. Manifestación de identidad nacional y americana – 1877/1921, en
[3] H.J. Köning, Discursos de identidad, estado nacional y ciudadanía en América Latina: viejos problemas – nuevos enfoques y dimesiones, en XIII Congreso Internacional AHILA, Ponta Delgada, Universidade dos Açores, 2002. Véase también Id., El indigenismo criollo. ¿Proyecto vital y político realizable, o instrumento político?, «Historia Mexicana», México, 4 (1996), 745-767.
[4] C.A. Ontiveros, En busca de lo latinoamericano, Proyecto AECI-ALE, Universidad de Morón-Universitat Jaume I, 1999. También L. Oliveira, Modernidade e questao nacional, «Revista Lua Nova», 20 (1990).
[5] La ciudad de Lima, a lo largo de su historia ha recibido diversos nombres: ciudad de los Reyes, la Perla del Pacífico, la tres veces coronada villa, la ciudad jardín, etc. Pedro Villar Córdova, en su obra Arqueología del departamento de Lima (1935) sostiene que la palabra LIMA tiene origen Aymará, y que significa Flor amarilla (“Limac” – “Limac-Huayta”), que servía para que los niños aceleraran el habla. De allí derivaría el sustantivo “Rímac”. El historiador Guillermo Lohmann Villena indica que no es un nombre aymará ni quechua, sino que es un vocablo preincaico “Ishma”, primitivo nombre del ídolo de Pachacámac. Según Garcilaso de la Vega, “Lima” proviene de “Rímac” que en castellano significa “el que habla”. La historiadora María Rostworowski indica que la razón por la cual a Lima se le llamaba “La Ciudad de los Reyes”, no era por la cercanía de las Fiestas de los Reyes Magos, sino en honor al emperador Carlos V de Austria y I de España y de las Indias y de su madre la Reina Juana.
[6] G. Lohmann Villena, Las defensas de Lima y Callao, en Anuario de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, CSIC, 1964, 5.
[7] R. Estabridis Cárdenas, El grabado en Lima virreinal. Documento histórico y artístico (siglos XVI al XIX), Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2002, 288-289.
[8] Ibid., 289-290.
[9] Ibid., 291.
[10] J. García Bryce, Arquitectura virreinal y la república, en Historia del Perú, Lima, Editorial Juan Mejía Baca, 1980, X:119.
[11] C. Scagliusi, N. Fortunato, Análisis comparativo entre estrategias del Viejo y del Nuevo Mundo para la construcción de identidades colectivas y su representación como comunidades. Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi como ideólogos de la argentinidad, Trabajo Final desarrollado para el Seminario “La geografía como historia territorial”, a cargo de Antonio Moraes, Maestría en Políticas Ambientales y Territoriales, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1997; M. Plotkin, R. González Leandri (eds), Localismo y globalización. Aportes para una historia de los intelectuales en Iberoamérica, Madrid, Biblioteca de Historia de América, CSIC, 2000.
[12] J. De La Riva-Agüero, Añoranzas, Lima, 1932, 5-8. En Id., Afirmación del Perú,. Lima, Publicaciones del Instituto Riva-Agüero, 1960, 2: 184-185.
[13] J. De La Riva-Agüero, Paisajes peruanos, Cap. XI, 1955, edic. Lima, Instituto Riva-Agüero, 1995, 116; Id., La antigua Lima y sus museos, «El Comercio», 22 de enero de 1938, 4.
[14] Id., Paisajes peruanos, Cap. XI cit., 106.
[15] Id., Las conferencias del marqués del Saltillo (discurso de presentación), «Mercurio Peruano», 181, abril de 1942, 219-220.
[16] Id., Rectificación sobre la ciudad de Lima, Opúsculos, 1929, 1:78; Id., Afirmación del Perú cit., 2:35.
[17] Entrega de una condecoración al Dr. José de la Riva-Agüero en la Embajada de España, «El Comercio», 23 de noviembre de 1941, 5.
[18] Id., Rectificación sobre la ciudad de Lima cit., 78, en Afirmación del Perú cit., 2:36.
[19] El profesor Altamira, Discurso pronunciado en el Teatro Municipal, en el homenaje del Ateneo de Lima a Don Rafael Altamira, pubicado en «El Comercio», 30 de noviembre de 1909, 2.
[20] F. Utia, El debate de la modernidad en la arquitectura peruana del siglo XX, en Investigaciones e interpretaciones sobre el Perú actual, Lima, Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos, 2005, 277-300.