Conviene precisar para situar nuestra intervención en este Dossier que de lo que nos ocupamos aquí es de un momento cronológico, las décadas interseculares del siglo XIX al XX, alejado del relativo al fin de los imperios italiano o portugués. Este hecho condiciona necesariamente la comparación, toda vez que nos situamos en momentos históricos y procesos culturales muy diferentes. Y sin embargo, la perspectiva comparada sigue siendo relevante aunque desde un enfoque distinto. Tal es, que entendida como una derrota o humillación en el plano internacional, la crisis española de 1898 encuentra su correlato en otras, estas sí, coetáneas: Fashoda, para Francia; Adúa para Italia; la «crisis del ultimátum» para Portugal [Pabón 1963; Jover 1979]. En este sentido, cuando aquí hablamos de “herencias intelectuales” de la pérdida del Imperio español, lo hacemos desde una perspectiva cuyo correlato más próximo estaría en las derivas culturales experimentadas en los países mencionados en el periodo de que nos ocupamos a raíz de las crisis o frustraciones que hemos señalado. En todas partes, esas crisis y frustraciones alimentaron nuevas corrientes intelectuales que estarían en los orígenes de los nacionalismos antiliberales – nacionalistas o fascistas – propios de la primera mitad del siglo XX [Saz 2003, 59-76 ].
Hay que tener en cuenta por otra parte, que lo que se produce en España a finales del siglo XIX no es tanto la “pérdida del Imperio americano”, lo que en lo fundamental había acaecido en las primeras décadas de dicho siglo, cuanto de los últimos restos del mismo – Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Matiz importante porque lo que se experimentó en España fue la sensación de crisis no del Imperio, sino de la nación española misma; una nación, así lo percibirían muchos de los intelectuales de la época, decadente, agónica, fracasada, moribunda. Algo por lo demás no muy diferente de lo que se estaba experimentando en otras latitudes. Una aproximación más de cerca a todo esto permitirá percibir con mayor claridad cuanto estamos afirmando.
La idea de la decadencia en España
Como veremos, la idea de la decadencia está bien presente en las sociedades europeas de la época. En el caso de España esta idea y esta percepción se articula en torno a tres aspectos a considerar: la existencia de una noción propia de decadencia con más de dos siglos de existencia; las consecuencias del “desastre” de 1898; y la propia crisis o revolución cultural europea de finales del siglo XIX e inicios del XX.
En efecto, la idea de la caída de España, de su decadencia desde mediados del siglo XVII, estaba profundamente arraigada. El gran imperio español en el “que no se ponía el sol” había ido desapareciendo desde Westfalia en adelante; en Europa, primero, en América, después. En solo dos siglos España había dejado de ser la gran potencia europea y mundial para devenir un país de segundo orden. Consecuentemente, los diagnósticos se multiplicaron y, dentro y fuera de España, se empezó a apuntar la noción de la nación fracasada, atrasada, que no encaja con la modernidad, ajena a la cultura europea [1].
Contra lo que pudiera parecer, la pérdida de la práctica totalidad de las colonias americanas a principios del ochocientos no constituyó una crisis nacional. Primero, porque, el ejemplo de la independencia norteamericana lo demostraba, la idea de la desaparición de los viejos imperios estaba bastante arraigada en una época en que parecían retroceder los imperios coloniales en favor de un nuevo imperialismo “informal”; segundo, porque la guerra de la independencia, entendida como guerra nacional, parecía detener el largo proceso de la caída; y tercero, porque la propia revolución liberal podría ser considerada también como el principio de un nuevo renacer. Al fin y al cabo, España podía ser considerada en el primer tercio del siglo XIX como una referencia del liberalismo revolucionario [2]. Todo esto empezó a cambiar a mediados de la centuria. Y la caída de la I República, la de 1973, pareció confirmar que todo había sido un espejismo, que la decadencia española era irrefrenable y que sus males eran profundos. Podían radicar en la Contrarreforma o en la Inquisición, en la propia naturaleza oligárquica del sistema de la Restauración, en las carencias del liberalismo español, pero habrían afectado hasta la raíz misma del pueblo español, casi un pueblo en sí mismo degenerado [Juliá 1998]. Se señalaban males y se apuntaban soluciones de todo tipo: reformas económicas, potenciación del campo, desarrollo de la educación; en el plano político, la denuncia del sistema y del propio pueblo que estaba en su base empezó a filtrar la idea del hombre providencial, el cirujano de hierro, el dictador transitorio. Era ya una literatura de la decadencia vs. Regeneración que se desarrollaba con fuerza creciente antes de 1898 [3]. Por entonces ya habían surgido algunos de los elementos centrales que se desarrollarían en lo sucesivo. Así en la polémica sobre la ciencia española en la que frente a los krausistas que hacían de la Inquisición el principio de todos los males, emergía la figura de Menéndez y Pelayo que no reconocía otro mal, otro origen de la decadencia, que el alejamiento de España de su esencia católica.
El derrota del 98 llevó todos estos elementos al paroxismo. La literatura regeneracionista fue ya la “literatura del desastre”. Arreciaron los peores diagnósticos sobre la nación fracasada y moribunda y, también, esta era la otra cara de la moneda, las recetas regeneracionistas. El regeneracionismo se convirtió en un fenómeno general, omnipresente, transversal hasta el extremo: había un regeneracionismo conservador y otro progresista, estaba el liberal y el reaccionario, el tradicionalista y el republicano. Había regeneracionismos militares y regionalistas, hasta el rey, Alfonso XIII llegó a considerarse como un abanderado de la “regeneración”.
No se entiende, sin embargo, todo esto, si no se toma en consideración el tercer elemento que anotábamos más arriba: Si el desastre confirmaba la imparable decadencia de España lo hacía también en un contexto europeo marcado por la crisis cultural. Es el momento en que se cuestionan los valores de la Ilustración y de la Revolución francesa, la noción de progreso indefinido; el de la pérdida de terreno de la razón frente a las fuerzas del instinto y el inconsciente; el de la denuncia de los principios “burgueses” y pacíficos en beneficio de los heroicos y guerreros; el de la rebelión contra el individualismo y el cosmopolitismo, contra el capitalismo y la civilización material. Era, en suma, la gran revolución cultural del fin de siglo, perfectamente descrita por Zeev Sternhell, que se traducía en una rebelión contra el liberalismo y el positivismo, en una reacción contra la modernidad desde la modernidad; en un modernismo que iba a enarbolar como gran referente un término que lo englobaba todo: decadencia. Porque lo que se esgrimía en última instancia era eso, que decaían la sociedad, las clases, las naciones, los intelectuales, las masas y hasta los individuos. Las obras de Nietzsche y Le Bon, Lombroso o Nordeau, entre otras muchas, estaba ahí para testificarlo [4]. La decadencia de las naciones en particular, podría subsumir todas las otras en lo que serían los fundamentos de los nuevos nacionalismos europeos antiliberales.
En este complejo marco, el regeneracionismo no suponía en última instancia sino en surgimiento de un nuevo nacionalismo, amplio, plural, transversal, muy acorde, por lo demás, con los que estaba surgiendo en otros países europeos. Un nacionalismo que, situando “el problema de España” y su resurgimiento en el centro de las preocupaciones, marcaría la agenda cultural española en las décadas sucesivas. Las respuestas fueron, como decíamos, múltiples y entre ellas cabe destacar la relativa a mecanismos sustitutivos del imperio perdido. Uno de ellos sería el hispanoamericanismo orientado a recrear en forma también completamente diversa – se hablaría de un hispanoamericanismo «conservador» y de otro «progresista» – los lazos con las repúblicas americanas [Marcilhacy 2010]; otro, el africanismo como sucedáneo de un nuevo imperio [5].
Con todo, y en lo que aquí nos interesa, la nota más sobresaliente es la relativa a la articulación de todos estos discursos, retóricas y proyectos por lo que serían las dos grandes culturas nacionalistas españolas. De origen católico y “preliberal”, una, la nacionalcatólica; de origen laico y “posliberal”, la otra. Dos culturas que en cierto modo, aunque nunca de forma lineal o predeterminada, terminarían por constituir los grandes nutrientes culturales del nacionalismo reaccionario y el fascismo español; y, a través de ellos, del franquismo mismo.
Hacia el nacionalismo reaccionario.
La cultura nacionalcatólica tuvo su gran referente en la figura de Marcelino Menéndez y Pelayo [6]. Aunque identificado en un primer momento con los planteamientos católico-tradicionalistas, la posición del pensador santanderino resultaba novedosa en varios aspectos. Los más sobresalientes de los cuales eran, en primer término, su aceptación plena de la modernidad económica-capitalista y, en segundo término, la centralidad otorgada al problema de la nación española. De ahí que pudiera llegar a una primera formulación del nacionalismo de la derecha española, compacto por el lado de la definición católica de la nacionalidad española pero complejo en lo tocante a su pluralidad. Porque en el fondo, lo que venía a plantear Menéndez y Pelayo era el mismo problema al que se enfrentaría toda la derecha española, de uno u otro signo, del siglo XX. De una parte, la defensa sin matices de la nación española y el rechazo categórico de todo nacionalismo alternativo – separatismo –; y de otra, el reconocimiento de una pluralidad – la España “una y trina” en la que Cataluña y Portugal deberían figurar en el mismo plano que Castilla – sobre la que debía construirse un fundamento unificador. En el caso de Menéndez y Pelayo ese fundamento sólo podía serlo el catolicismo, hasta el punto de que sería esa unidad profunda e indisoluble de lo católico y español lo que constituiría la esencia de la nacionalidad española. Lo expuso con una claridad meridiana en el famoso Epílogo a la Historia de los heterodoxos españoles, donde encadenaría de modo sumamente lucido su concepción de España y de su historia, la de su ser católico profundo – el espíritu de su pueblo – y la de las razones de la decadencia:
Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, pareceríamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad, sin sentido de nación sucumbimos ante Roma... España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo…
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia… Esta unidad se la dio a España el Cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus Concilios. Por ella fuimos nación y gran nación, en vez de muchedumbres de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio..., esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra [7] El día que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de los Vectones, o de los reyes de Taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente (s.o.) la revolución, aquí donde nunca pudo ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle... No nos queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado... [8]
Ese iba a ser el núcleo del pensamiento de la derecha reaccionaria española del siglo XX. Con todo, faltaba en Menéndez y Pelayo el radicalismo político antiliberal de los viejos reaccionarios españoles o de la nueva derecha antiliberal del siglo XX, como se pondría de manifiesto con su distanciamiento de los tradicionalistas o su aproximación al liberalismo conservador de la Restauración. Para que ese cambio radical se produjera sería necesario además del impacto del desastre, la agudización de las contradicciones de la sociedad española. En este sentido, no está de más recordar que el padre del nacionalismo reaccionario francés – y en cierto modo del europeo –, Charles Maurras, tenía la mejor de las opiniones del artífice de la Restauración, Cánovas del Castillo, y del líder de la más importante corriente renovadora del liberalismo conservador, Antonio Maura, por más que encontrase en ambos un exceso de afección al parlamentarismo [González Cuevas 1998, 83-84].
No era, pues, un problema de atraso económico, social, político o ideológico el que podría explicar el hecho de que no apareciese ninguna formación nacionalista de signo antidemocrático hasta la tercera década del siglo. Allá donde había aparecido, en Francia, Italia o Portugal, lo había hecho como respuesta a un fuerte impulso democrático o democratizador, mientras que en países más avanzados económicamente, como Alemania, sólo lo haría en la inmediata posguerra europea, o, como en el Reino Unido, mucho más tarde [9]. Todo esto no quiere decir, sin embargo, que no se estuviese produciendo una progresiva radicalización de la vertiente del nacionalismo español que estamos considerando. En el maurismo, por ejemplo, se aprecian los gérmenes de un nacionalismo autoritario que será ampliamente desarrollado, en una dirección a la vez menéndezpelayana y maurrasiana, por el jefe de las juventudes mauristas y futuro líder de Renovación Española, Antonio Goicoechea. Y otro tanto podría decirse de Calvo Sotelo, temprano conocedor de la obra de Charles Maurras y George Sorel [González Cuevas 1998, 57-64]. Bien informado de las dinámicas de los distintos movimientos nacionalistas europeos se reveló muy pronto también Vicente Gay, catedrático en Valladolid, futuro suscriptor de Acción Española y Delegado Nacional de Prensa y Propaganda en el invierno de 1937, quien manifestó sus preferencias sobre el nacionalismo italiano respecto del francés, al que consideraba dogmático y sectario [Gay 1915]. Seguidores del nacionalismo integral de Maurras lo serían también posteriormente otros destacados participantes en la aventura de Acción Española como Álvaro Alcalá Galiano o Eugenio Vegas Latapie, quien sería el secretario y promotor de hecho de la misma [10].
En este contexto, la figura de Ramiro de Maeztu constituye la más directa conexión entre la reacción noventayochista frente al desastre y el nuevo nacionalismo español de Acción Española, revista de la que sería gran inspirador además de director. Nietzschiano, como tantos otros, fue de todos sus compañeros de la crisis finisecular el que de un modo más claro percibió que la regeneración de España debía pasar necesariamente por su industrialización y el mayor protagonismo de la burguesía y el proletariado industrial. Durante un tiempo, apostó por una alternativa liberal, a la vez que depositaba su confianza en un socialismo en el que quería ver también una función modernizadora y nacionalizadora. Más adelante, sin embargo, y al calor sobre todo de sus reflexiones sobre la guerra europea, fue reorientando su pensamiento en una dirección reaccionaria. Se distanció del socialismo reformista, pasando por el gremial, para terminar rompiendo con todo socialismo a favor de una “democracia” organicista medievalista. Sin renunciar nunca a su visión modernizadora del dinero y casi invirtiendo la construcción weberiana y protestante de Max Weber, postuló una reconciliación entre capitalismo y catolicismo, que acuñó en el concepto del «valor sacramental del dinero». En su Crisis del Humanismo desarrolló la más radical de las críticas de la modernidad en lo que consideraba sus fundamentos subjetivos, individualistas, románticos, voluntaristas y estatistas; a todo lo cual oponía la necesidad de reconstruir las certidumbres del objetivismo, el clasicismo y el catolicismo. Había conseguido trazar así un camino objetivo y racional de vuelta a la premodernidad española que le permitiría confluir con algunas de las grandes líneas del pensamiento de Menéndez y Pelayo, por una parte, y de Maurras – cuya influencia vía Hulme, no había sido del todo ajena a su evolución – por otra. El nacionalcatolicismo, la defensa de la dictadura y de la Hispanidad como manifestación del legado religioso y cultural español quedaban así a la vuelta de la esquina. Nacionalista “modernizador” siempre, había conseguido articular finalmente los valores del dinero y el poder con los del trono y el altar en lo que sería su gran y decisiva aportación al nacionalismo reaccionario español del siglo XX [11]. Quedaba por desarrollar, casi a modo de colofón – lo que haría en los años treinta – la idea de la Hispanidad. Una reivindicación a la vez del imperio perdido y una proyección de la esencialidad católica de la nacionalidad española hacia un nuevo imperio “espiritual” que abrazase a las repúblicas hispanoamericanas [Maeztu 1938].
De la tradición liberal al nacionalismo posliberal
Como apuntábamos, no hizo falta esperar al desastre, para que el espectro de la decadencia española empezase a inquietar a hombres procedentes de la tradición liberal y no conformista. Lo que no quiere decir que la derrota ante Estados Unidos dejase de funcionar como el gran catalizador y amplificador, dando pie a una ingente producción literaria que sería conocida no ya como literatura de la decadencia sino como literatura del desastre [12]. Sin ánimo de recrear aquí la complejidad de dicha literatura y conscientes de lo que puede haber de simplificación en ello, puede considerarse la existencia de dos grandes corrientes o líneas en el discurso regeneracionista, la que se puede identificar en un sentido muy amplio por su contenido cientifista y aquella otra básicamente literaria [13]. Antagónicas ambas en origen de la nacionalcatólica ya vista, contribuyeron decisivamente al surgimiento del otro nuevo nacionalismo español que contenía importantes cargas de profundidad contra la tradición liberal aunque no condujeran a una ruptura abierta con ella.
En lo que se refiere a la primera de las líneas reseñadas, conviene recordar que hombres como Lucas Mallada, Macías Picavea o Joaquín Costa habían vivido la experiencia del fracaso del Sexenio, tanto como los bloqueos del sistema de la Restauración. Cualesquiera que fueran sus críticas al sistema o la naturaleza de las alternativas que defendieron (desde la dictadura tutelar a la europeización, desde las recetas positivas, como la de despensa y escuela, a las apelaciones a la unidad nacional) era difícil para estos hombres trascender las bases netamente liberales de partida. De ahí que sea tan difícil proyectar sobre estos regeneracionistas, y especialmente sobre Costa, la noción de prefascistas, como considerarlos exponentes de un nacionalismo liberal tout-court [Álvarez Junco 1998]. Representaban, en realidad, un liberalismo de la crisis que era asimismo un nacionalismo frente a la crisis. No podían romper las amarras con la tradición liberal, pero su pesimismo les empujaba a cierta revisión de esa misma tradición. Su alejamiento del liberalismo se traducía en una pérdida de confianza en el carácter formativo de la democracia y del parlamentarismo. De ahí la apelación al cirujano de hierro que pusiese las bases para que una auténtica democracia pudiera desarrollarse al fin en España. Más que anti-liberales, llegaban a la anti-política como medio transitorio, a una suerte de relativismo político por el que la salvación de la Patria se anteponía al problema de las formas de gobierno
Mucho más importante en cuanto a su contribución a la configuración del futuro ultranacionalismo fascista sería el regeneracionismo o nacionalismo literario de los Unamuno, Baroja, Azorín o Maeztu – el “primer” Maeztu –, la llamada generación del 98. Más jóvenes, más modernos y más radicales que los anteriores, estos jóvenes del noventayocho estaban mucho más vinculados a la crisis del pensamiento finisecular europeo que aquéllos. Nietzschianos todos ellos en mayor o menor grado, su inconformismo original se refiere no tanto a la situación de la nación española cuanto a la de la sociedad moderna en su conjunto [Sobejano 1967, 119-485 ]. No es de extrañar por tanto que hicieran sus primeras armas en la política desde posiciones de izquierda radical, socialista o anarquista [Blanco Aguinaga 1970], para abrazar posteriormente posiciones nacionalistas. En este sentido, habrían experimentado uno de los fenómenos más recurrentes en la Europa del siglo XX: el pasaje desde posiciones de extrema izquierda a posiciones situadas mucho más a la derecha a través del nacionalismo. O, si se prefiere, fueron exponentes peculiares de ese proceso definido como nacionalización del socialismo o nacionalización de la izquierda.
Ciertamente, no había nada de obligado en este pasaje, como no lo había tampoco en el que experimentaron desde el modernismo al nacionalismo. Otros muchos casos están ahí para demostrarlo. Pero la crítica a la sociedad moderna, la exaltación del instinto frente a la razón y el distanciamiento de la idea de progreso, el individualismo narcisista y anarquizante, las propensiones místicas y espiritualizantes, en su caso, podrían encontrar en el nacionalismo un objeto en el que proyectarse y una tabla de salvación. Bastaba, al efecto, que el narcisismo egocéntrico desembocara en una crisis personal. En estas condiciones, palingenesia social y regeneración nacional podían fundirse en una respuesta que podía serlo también de salvación individual [14].
Es en buena parte este proceso, definido a grandes rasgos, el que lleva a Unamuno del racionalismo al irracionalismo; del socialismo regionalista e internacionalista al casticismo antieuropeísta y antiseparatista; del socialismo como religión al socialismo con religión y con nación – y a esta última sin el primero; de la intrahistoria universalista y de las clases populares a la fijación castellanista y populista. A recorrer, en suma, en sentido inverso, el camino que le había separado de otro modernista, Ganivet, con el que había polemizado años atrás y cuya búsqueda castiza del «espíritu del territorio» pareció compartir después parcialmente bajo el término de «espíritu nacional» [15].
Unamuno, en efecto, era capaz de defender la guerra de Marruecos por su capacidad generadora de «espíritu nacional», o la guerra en general como «principal elemento de cultura»; de defender igualmente la guerra italiana en Libia, aprovechando para arremeter de paso contra el «cientifismo progresista francés», definido en oposición a las «tradicionales aspiraciones del alma española»; de denunciar al nacionalismo vasco como «verdadera avanzada del anarquismo», para oponerle la «solidaridad nacional o el sentimiento patrio – de España, por supuesto, como única garantía de paz social; de defender la «restauración idealista», superadora del «desierto de la ramplonería positivista», o de denunciar el «pedantesco y antipático» socialismo cientifista y sin religión de Marx; de exponer sus incertidumbres sobre una república portuguesa demasiado dada a hacer tabla rasa del pasado, y de pontificar de paso que el problema de Portugal no era ni la monarquía ni el clericalismo sino de la incomprensión de que una nación digna de tal nombre era «una nación con destino histórico»: «no es posible contravenir las leyes de la vida y la vida de una nación, de una nación digna de este nombre, de una nación con destino histórico, es una vida internacional» [16].
Conviene hacer notar, en cualquier caso, que ya en el primer Unamuno, el de En torno al casticismo, había una contribución decisiva al nacionalismo contemporáneo español, susceptible, eso sí, de ser recogida tanto por la tradición democrática y republicana – lo atestiguarían, por ejemplo, las múltiples referencias de Azaña a la unamuniana “roca viva” del pueblo español – como por el futuro populismo fascista. Circunstancia que no debe de extrañar en exceso si se considera que Unamuno es probablemente el equivalente en el terreno del nacionalismo laico y secular del Menéndez y Pelayo del nacionalcatolicismo. Deudor en cierto modo de este último en su concepción del volksgeist, Unamuno no habría hecho hasta cierto punto sino encontrar vetas más profundas de ese espíritu del pueblo en aquella «tradición eterna» o «intrahistoria»; en lo inconsciente de la historia, que contraponía a las vicisitudes políticas y aun a las revoluciones. Una contraposición en la que se podía detectar tanto una manifestación de humanismo popular y universalista, como el intento de apresar en esta intrahistoria las esencias inmutables del pueblo español. El Unamuno de 1895 conseguía mantener el difícil equilibrio. Y si, de una parte, todavía veía en los regionalismos y el cosmopolitismo los «sostenes del verdadero patriotismo», o valoraba a los primeros como «síntomas del proceso de españolización de España» y «pródromos de la honda labor de unificación»; de otra, hacía residir en la lengua y literatura castellanas el auténtico espíritu colectivo del pueblo español y en Castilla lo auténticamente castizo de España [Unamuno 1997, 74-78]. Que se apuntase que habiendo hecho Castilla la nación española ésta había ido españolizándose cada vez más, era una forma de mantener el mencionado equilibrio; aunque fuera difícil ocultar hacia dónde se encaminaba la principal línea de fuerza. Sobre todo, si se tiene en cuenta que en ese juego de castellanización-españolización lo que parecía quedarles a los otros pueblos españoles era la posibilidad de hacerse castizamente castellanos, como habría sucedido, por ejemplo, con Ignacio de Loyola, un vasco con cuya obra alentaría «todavía por el mundo el espíritu de la vieja Castilla» [81].
El equilibrio se rompería, como veíamos en los párrafos anteriores, poco después. Como acaecería en distintos momentos con el que se conocería como Grupo de los Tres, Azorín, Baroja y Maeztu. Más jóvenes que Unamuno, estos pudieron ser, como él, nietzschianos aunque de una forma más radical, con menos frenos. En su anarco-aristocrátismo los dos primeros pudieron fundamentar su creciente desprecio por las masas, el liberalismo y sus instituciones, la democracia y el socialismo. Descubrieron, dentro de la más pura lógica modernista algunos de los grandes hitos del nuevo nacionalismo literario español, como el Greco o Toledo. Pudieron inspirarse directamente en Barrès, incluso a la hora de escenificar el famoso homenaje a Larra. Pasado el sarampión anarquista, abrazaron, al calor del 98, el regeneracionismo positivista y hasta amagaron una aproximación a Polavieja [Calvo, 1998, 327-339]. Su principal contribución al nacionalismo español vino a reforzar aspectos sustanciales de los enfoques unamunianos. En el caso de Azorín, especialmente, con el descubrimiento del paisaje y la literatura castellanos como las esencias nacionales, su particular versión de la «tierra y los muertos». Baroja, por su parte, seguiría oponiendo el pueblo inmóvil a la modernidad ciudadana, aunque sus preocupaciones regeneracionistas se diluyeran más rápidamente. No así su enemiga de la democracia y el socialismo. Si bien se ocupó poco del “problema de España”, cuando lo hizo fue para reivindicar una especie de mística nacional que volviera del revés, en beneficio de la propia España, lo que ésta había dado, con Loyola o los Borgia, a un poder no nacional, la Iglesia [Selva 1995, 47-48].
Con la llamada generación del 98 se había puesto sobre el tapete algunos de los que serían motivos esenciales del futuro ultranacionalismo fascista. Se había desarrollado una concepción esencialista, castellanista, inmóvil y mística de la nación que invertía más que desarrollaba la tradición liberal. Su populismo y distanciamiento de fondo respecto a la práctica e instituciones de la democracia liberal constituían como una carga emisaria de profundidad para cuando España hubiera de afrontar una situación democrática. Por otra parte, tampoco había nada en ellos de reaccionario o retrógrado en un sentido tradicional. Más aún, su concepción esencialista y a la vez populista de la patria y las fuentes de la energía nacional permitía oponer una verdadera tradición, una “tradición eterna”, al tradicionalismo político reaccionario. Del mismo modo que la reivindicación de lo castizo castellano permitiría nacionalizar a Loyola. En la misma línea, la nueva mística, la búsqueda de la trascendencia y aun de una nueva religiosidad, les alejaba más que acercaba del catolicismo oficial y el clericalismo.
Lo que se había ido perfilando era un amplio temario susceptible de ser desarrollado en sentido fascista. Pero no era fascismo ni prefascismo. En primer lugar, porque se trataba sólo de aspectos o elementos susceptibles de ser reelaborados en el marco de una doctrina articulada y coherente, circunstancia que estaba lejos de producirse por entonces. En segundo lugar, porque esa hipotética futura articulación fascista sería solo una entre las muchas posibles; la del radicalismo democrático igualmente nacionalista, era, por ejemplo, otra. Finalmente, porque faltaba en todos los casos la dosis de radicalismo antiliberal, convicción y voluntad de ruptura sin la cual es imposible hablar de fascismo. De modo que este nuevo nacionalismo pudo moverse durante mucho tiempo en las entretelas del sistema de la Restauración o de la oposición al mismo. Por eso Azorín, no obstante sus más o menos evanescentes reivindicaciones de Maurras, pudo encuadrarse en las filas del liberalismo conservador [González Cuevas 1994], Unamuno constituirse en un punto de referencia para el liberalismo crítico del sistema y Baroja flirtear con los republicanos de Lerroux.
En este contexto cobran toda su relevancia las aportaciones de Ortega y Gasset. Un intelectual que había coincidido con Ramiro de Maeztu durante un buen tramo de la trayectoria de ambos. Nietzschiano como éste y nacionalista, hasta hacer del problema de la decadencia y regeneración española el norte y guía de sus actividades públicas. Ambos coincidirían igualmente en su visión europeísta y modernizadora del problema de España. La apuesta por los efectos nacionalizadores de un liberalismo crítico y un socialismo reformista, por supuesto alejado de todo materialismo, clasismo estricto o internacionalismo, fueron otros de los rasgos compartidos durante cierto tiempo.
Pero las coincidencias no iban mucha más allá. Siempre complejo y contradictorio, el pensamiento de Ortega tuvo desde el principio una impronta esencialista y castellanista marcada por la imborrable influencia de Barrès, que de forma más o menos explícita o sumergida no le abandonará nunca [17], aproximándolo en esto, probablemente más de lo que él mismo estaría dispuesto a reconocer, a Unamuno y los noventayochistas. Las visiones-mito de Toledo o El Escorial, omnipresentes en Ortega, están ahí para acreditarlo [Varela, 1999, 178].
Europeísmo y modernización, y un esencialismo castellanista más o menos confeso constituyen las grandes coordenadas invariables de Ortega. De modo que el «España es el problema y Europa la solución» y el «Castilla hizo España y Castilla la deshizo», pueden considerarse como referentes básicos para toda su trayectoria. Y junto a ellos, la obsesión por la decadencia española y la voluntad de la nacionalización como remedio absolutamente necesario e imprescindible. El hecho de que como buen nacionalista negara su condición de tal, no obvia que el filósofo madrileño persiguiera siempre a lo largo de su vida la nacionalización de los españoles, del pueblo y de las instituciones, de la Monarquía o de la República, de los partidos, del liberalismo o del socialismo, de las clases y, por supuesto, de las regiones [217-218].
Liberal lo fue Ortega, a su modo, siempre. Sin embargo, ese mismo liberalismo iba a acusar extraordinariamente el impacto de la primera guerra mundial y la revolución rusa, en el plano internacional, y de la crisis del sistema de la Restauración y la agudización de la lucha de clases en el español. Resultado de ello fue esa involución pesimista, acompañada de “un regreso a Nietzsche” de la que derivaría su raciovitalismo, la agudización de su distanciamiento de los valores ilustrados de la razón y el progreso o la relativización del propio liberalismo [Elorza 1984, 137 ss.]. En todo esto había mucho de revisión crítica de la modernidad, a la que opondría, no una negación absoluta de la misma o una vuelta atrás, sino una apuesta por ir “más allá”, poco explicitada y con frecuencia inquietante.
De su larga producción, nos interesa aquí, especialmente, España invertebrada, una obra que comprende toda una exposición articulada del conjunto de su pensamiento aplicado al problema de España, a su historia y hasta a su concepción misma de la nación y de la nacionalidad española. Se trata de un auténtico libro-mito que parte de uno de los supuestos básicos de todo nacionalismo: el de la decadencia, que Ortega llevaba al extremo, a un absoluto. Porque, según él, no se podría emplear el término decadencia en sentido riguroso, tenida cuenta de que el encumbramiento español del siglo XVI no habría sido sino un espejismo, un ascenso más aparente que real que, en consecuencia, habría venido seguido de un descenso también más aparente que real. El mito de la decadencia viene recreado por Ortega en todas sus formas. Como un «estado de disolución» de la sociedad española, como un proceso de «decadencia y desintegración» iniciado en 1580, como un «estado de descomposición» que prolongaría la tendencia a la «dispersión» iniciada tres siglos atrás, como una España aquejada por una «grave enfermedad», como un mal que estaría en la sociedad misma, «en el corazón y la cabeza de todos los españoles», como una invertebración, en suma, de la sociedad española [18].
Para Ortega, además, el problema de la decadencia no sería exclusivamente español, sino síntoma también de un proceso más general, europeo. Una perspectiva que le aproximaba a aquellos planteamientos relativos a la decadencia de la sociedad moderna en su conjunto que veíamos delinearse en torno a la crisis fin de siglo y que tomarían un nuevo impulso con la primera posguerra mundial; y que, por otra parte, anticipaba muchas de las ideas que desarrollaría posteriormente en la Rebelión de las masas. Para Ortega, había también en la decadencia general de la sociedad europea mucho de agotamiento de la Modernidad, de pérdida de ilusión europea en su futuro, como si – se preguntaba – «los principios mismos de que ha vivido el alma continental est(uvieran) ya exhaustos, como cantera desventradas» [Elorza 1984, 12].
Problema europeo y problema español, las soluciones parecían estar para Ortega en los intersticios entre ambos problemas. Por parte española, se trataba de acabar con el imperio de las masas devolviendo la dirección a los mejores, lo que se traduciría en la forja de «un nuevo tipo de hombre español» y el «afinamiento de la raza» [132-138]. Sobre esta base, España se situaría en las condiciones necesarias para aprovechar en beneficio propio la crisis de la modernidad:
Todo anuncia que la llamada ‘Edad Moderna’ toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por dondequiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana, por lo menos, sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán menester dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaba el triunfo.
Si ciertos pueblos – Francia, Inglaterra – han fructificado plenamente en la Edad Moderna fue, sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas ‘modernos’. En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad Moderna, son mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, de Alemania. No lo han sido, en cambio, de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado de ellos cuanto podían dar. Traerá esto consigo, irremediablemente, una depresión en la potencialidad de las grandes naciones, y los pueblos menores pueden aprovechar la coyuntura para instaurar su vida según la íntima pauta de su carácter y apetitos [130-131] [19].
Ortega no decía más, aunque en el prólogo a la edición de la obra de 1922 no dejara de augurar la llegada de la hora en que iba a «tener más sentido la vida en los pueblos pequeños y un poco bárbaros». Pero había dicho bastante. Había dicho, entre otras cosas, por donde pasaban – por un ir más allá de la modernidad ilustrada, racionalista, democrática e industrialista – y por donde no pasaban – por buscar la «medicina en los grandes pueblos actuales» – los caminos para la resurrección de España.
Epílogo y conclusiones
Aunque la idea de la decadencia de España venía de lejos, la derrota ante los USA y la pérdida de los restos del imperio colonial fueron percibidas como la culminación de todas las caídas, como la última y definitiva, la que conducía a la puesta en cuestión de la nación española misma. Consecuentemente, aquel desastre pudo considerarse por muchos como único entre las naciones y como la culminación, también única entre todos los países, de un largo proceso de decadencia. Sin embargo, hubo otros países que experimentaron por aquellas fechas derrotas, humillaciones y contratiempos frente a otras potencias. También en ellos, hubo quien interpretó el problema en clave de decadencia nacional o riesgo de ella. Esa fue una de las bases fundamentales del surgimiento de los nuevos nacionalismos antiliberales del siglo XX; el abiertamente reaccionario que tenía en Charles Maurras el gran referente y el más populista que encontraría en Marice Barrès numerosas fuentes de inspiración.
El regeneracionismo español debe situarse en este cuadro. Se trató de un nacionalismo amplio, vario y extraordinariamente transversal. Dentro de él, empezaron a forjarse las dos grandes culturas nacionalistas españolas del siglo XX. Estas fueron, si bien no las únicas, sí las más importantes “herencias culturales” de la derrota de 1898. En cierto modo, fueron construyendo las raíces culturales de lo que andando el tiempo serían las grandes culturas políticas del nacionalismo antiliberal español: la nacionalista reaccionaria o nacionalcatólica y la fascista. En la medida en que ambas, más la primera que la segunda, serían hegemónicas en el franquismo, podría decirse que éste puede explicarse como una “última herencia” de la crisis finisecular.
Sin embargo, no hay nada de lineal o predeterminado en todo ello. Los caminos fueron amplios, variados y complejos. Así, Menéndez y Pelayo pudo poner las bases del nacionalismo reaccionario, del nacionalcatolicismo, y Maeztu, junto con la influencia de Maurras, radicalizarlas con una enmienda reaccionaria a la modernidad que no excluía, antes bien al contrario, la perspectiva de la modernización económica. Aun así, no había todavía la percepción clara de lo que podía ser un nuevo orden antiliberal con voluntad de durar. Tampoco existió, por tanto, una voluntad clara de caminar en esa dirección; el horizonte de una dictadura como la que encarnaría Primo de Rivera pudo parecer suficiente. De modo que sería la llegada de la democracia con la II República la que proporcionaría el impulso definitivo para la configuración de una cultura política, la de Acción Española, coherente y radicalmente anti-liberal. Una cultura homologable, con todas sus diferencias, a las de Acción Francesa, el Integralismo Lusitano o la Asociación Nacionalista Italiana.
Salvadas las distancias, algo similar cabe decir de la otra gran corriente del nacionalismo español, la que iba de los intelectuales del noventayocho a Ortega. Con ellos, el mito palingenésico de la decadencia y la resurrección se había formulado en toda su plenitud. Una ambivalente relación se había establecido entre la apelación a un pueblo esencial y la desconfianza en las instituciones de la democracia liberal. Toda una crítica a la modernidad ilustrada se había desarrollado desde el supuesto de su eventual agotamiento y la necesidad de trascenderla. Su nacionalismo, casi siempre negado como tal, había puesto en primer término el problema de la nacionalización de los españoles, por encima incluso de las formas de gobierno. En ningún caso, sin embargo, se había vislumbrado la idea de una alternativa radical a la democracia liberal. Para algunos de estos intelectuales tanto podía valer una dictadura regeneracionista como una República democrática. Andando el tiempo, su no conformismo lo situaría en perspectivas críticas tanto respecto de la primera como de la segunda. Ciertamente, habían contribuido decisivamente a la configuración de un terreno, de un suelo cultural del que se nutrirían los fascistas españoles. Pero sólo eso, porque la reelaboración en sentido fascista de algunos de esos “nutrientes culturales” fue obra de los fascistas españoles mismos. Hubo bastante de Unamuno y Ortega en el fascismo español, pero no sólo Ortega y Unamuno; y no, en absoluto, todo Unamuno y Ortega.
En suma, ni por el lado del nacionalcatolicismo ni por el lado del futuro fascismo español, y, mucho menos por el del franquismo, cabe trazar trayectorias lineales y predeterminadas. En todos ellos son rastreables las herencias intelectuales del desastre, pero nada estaba necesariamente contenido en ellas. Es de esa complejidad intrínseca de la que el historiador no puede prescindir a la hora de abordar una problemática como la que nos ha ocupado en esta exposición.
Este texto se enmarca en el proyecto de investigación HAR2011-27392, financiado por el Ministerio de Economía.
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Note
1. Para una visión de conjunto: Saz 1998.
2. También en Italia: Mugnaini 1994, 22-37; Morán 1990.
3. Algunos de los más emblemáticos títulos de la literatura regeneracionista son, en efecto, anteriores a 1898: Pompeyo Gener, Heregías (1886); Valentí Almirall, L’Espàgne telle qu’elle est (1886); Lucas Mallada, Los males de la Patria y la futura revolución española (1890); Ángel Ganivet, Idearium (1897).
4. Cfr. Sternhell 1994. Burrow, 2001; Pick 1989; Herman 1998; Nye 1984; Griffin 2010.
5. Véase al respecto el texto de Ferran Archilés en este mismo volumen.
6. Véase especialmente Botti 1992; también, Varela 1999, 27-76.
7. Subrayado mío, ISC.
8. Historia de los heterodoxos españoles, Tomado de Saínz Rodríguez 1962, 567-569.
9. En el caso de Francia, con el affaire Dreyfus y Acción Francesa (1899); en el de Italia con la democracia giolittiana y la Asociación Nacionalista Italiana (1910); en el de Portugal con la proclamación de la República y el Integralismo Lusitano (1914); en el de Alemania con la República de Weimar y el Partido Nacional del Pueblo Alemán (1918); además, por supuesto, de todos los movimientos fascistas que aparecen por dicha época a lo largo de toda Europa.
10. Cfr. González Cuevas 1998, 87 y 113-114. No nos ocupamos aquí de la figura de Eugenio D’Ors, cuya singularidad y complejidad trasciende el objeto de ese trabajo. Temprano conocedor de Maurras, tomó de él la idea del clasicismo y la exaltación de la antigüedad grecorromana y la mediterraneidad como clave del arco de un nacionalismo autoritario y de orden, racional y vitalista, corporativo y monárquico, antirromántico; seguidor también de Sorel, hizo del sindicalismo y aún del mito de la revolución el completo ideal de su nacionalismo autoritario. En su conjunto, fuese en vestes de nacionalista catalán, primero, o español, después, el pensamiento de D’Ors configuró un legado de contornos variables todavía hoy escasamente estudiado. Véase especialmente: Cacho 1997; Fuentes 2012.
11. Véase especialmente: Botti 1992 y Villacañas 2000.
12. Una visión de conjunto en Juliá 1998.
13. Para esta distinción: Cacho 1997.
14. Una brillante aproximación al capítulo de las crisis personales y espirituales de estos intelectuales: Calvo 1998, 229-283.
15. Aunque ya en el Unamuno de esta polémica es evidente la presencia de profundas convicciones esencialistas de la nacionalidad española. La polémica en Ganivet 1996, 155-204. Véase también Rabaté 2001.
16. Todas las citas corresponden a artículos publicados en La Nación de Buenos Aires y recogidos ahora en Unamuno 1997, 176, 258, 252, 240, 231, 218.
17. Cfr. Archilés 2009; Cacho 2000, 48-49 y 80-81; Varela 1999, 177 ss.
18. Cfr. Elorza 1984, 9, 47, 48, 6 y 87.
19. Subrayado mío, ISC.