Hoy por hoy existe un amplio consenso historiográfico en que el nacionalcatolicismo fue hegemónico en la España de Franco y que, por ende, no habría habido en esa España más religión que la católica. La Católica, Apostólica y Romana, como se subrayaba en las instancias oficiales y en los medios de comunicación. Esta premisa es de tal calado que es asumida casi siempre tanto por quienes caracterizan al franquismo como una dictadura fascista, como por aquellos otros que la consideran no fascista.
En el primer supuesto, la franquista habría sido una dictadura fascista cuya ideología no sería fascista sino nacionalcatólica o, simplemente, la de la Iglesia católica. En el segundo supuesto, sería precisamente ese carácter dominante del nacionalcatolicismo y, por ende, de la religión católica, lo que impediría caracterizar como fascista a la dictadura franquista.
Pues bien, hay algo de paradójico en todo esto Y es que, de asumirlo en todos sus extremos, nos encontraríamos ante las siguientes posibilidades. Primera, que en España habría existido la única dictadura fascista en la que la ideología fascista brillaría por su ausencia. Segunda, que esa sería la única experiencia, o casi, en la que los propios fascistas habrían sido en lo fundamental nacionalcatólicos. Tercera, que el carácter católico y la hegemonía nacionalcatólica habrían ejercido una función de freno tal que habrían impedido las posibles derivas totalitarias o fascistas del régimen. Cuarta y como colofón, en la España franquista habría existido siempre una única religión, la católica, que no habría dejado espacio alguno para una religión política como la fascista.
Aceptando lo que puede haber de simplificación en lo hasta aquí apuntado, intentaré fijar ahora cuales son los planteamientos que desarrollaré en las páginas que siguen. Considero, en primer lugar, que la franquista no fue una dictadura fascista sino fascistizada, precisamente por el carácter hegemónico del nacionalcatolicismo. En segundo lugar, que ello no quiere decir que no existiese en España una religión política fascista que estaba radicada, lógicamente, en la cultura fascista del fascismo español; lo que quiere decir pura y simplemente que en España sí que hubo fascistas y que los fascistas españoles, como los de cualquier otra latitud, tenía su religión política fascista. En tercer lugar, que el hecho de que el nacionalcatolicismo terminara por ser hegemónico en el franquismo por encima del fascismo, debe ser contemplado como la resultante de una compleja serie de procesos y no como algo que venía determinado desde un principio.
Las religiones de los fascistas en la España republicana
En la España de la II Republica existen, entre aquellas que serían hegemónicas en el franquismo, dos culturas políticas, la nacionalcatólica y la fascista [1]. La primera, de larga trayectoria, enlaza con el pensamiento de Menéndez y Pelayo y su idea de la esencialidad católica de la nación española, para ser desarrollada posteriormente, entre otros, por Ramiro de Maeztu y encontrando su plasmación como cultura política bien articulada en Acción Española ya durante la II República. La innegable influencia de Maurras contribuye a explicar el radicalismo reaccionario, antiliberal y ferozmente monárquico de la experiencia española. Así mismo y por todo lo apuntado, Acción Española debe ser contemplada también como parte de una cultura política transnacional, la del nacionalismo reaccionario, que era también la de Acción Francesa, el Integralismo Lusitano o la Associazione Nazionalista Italiana, entre otros.
La segunda cultura política, de la que nos ocuparemos especialmente en este apartado, la fascista de Falange Española de las JONS, la de Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma Ramos o José Antonio Primo de Rivera, era en lo fundamental laica y secular y reunía todos los elementos propios de una religión política fascista: sacralización de la nación, de la política, del propio partido. Se materializaba en ella, dicho de otro modo, la transferencia de sacralidad propia de la modernidad, pero llevada al absoluto fascista.
Esto no quiere decir, no excluye, que los dirigentes del fascismo español fueran católicos o que la existencia de esas convicciones católicas pudiera explicar ciertas proclividades a planteamientos próximos al nacionalcatolicismo. Pero incluso en estos casos el primado de la religión política quedaba, como se verá, claramente definido.
Así, el que seguramente era el más católico de todos los dirigentes del fascismo español Onésimo Redondo, ponía el máximo cuidado en subrayar que el “nacionalismo revolucionario” no podía ser ni confesional ni católico. Primero, por su carácter totalitario que le impulsaba a intentar el dominio de la nación en su totalidad, lo que le impediría reconocerse en fracción alguna por más católica y mayoritaria que esta fuera. En segundo lugar, porque el carácter popular que debería marcar a ese nacionalismo era incompatible con el alejamiento de la mayoría del pueblo español de todo catolicismo militante. En tercer lugar, porque las masas obreras que había que disputar al marxismo estaba bien alejadas de toda confesionalidad. Finalmente, porque el ineludible recurso a la lucha y la violencia contra los enemigos de España era algo que no podría ni debía hacerse en nombre de la religión católica (Redondo 1955, 19-21, 35-38, 43-46).
Todo esto marcaba de forma nítida la diferencia esencial entre fascismo y nacionalcatolicismo, por más que a la postre este último terminara por imponerse, ya en la guerra civil, también en estos extremos de la lucha y la violencia. No muy distinto al de Onésimo Redondo era el discurso del que pasaría por ser el más “revolucionario” y secular de los fascistas españoles, Ramiro Ledesma Ramos. Este no dudaba en reconocer los elementos positivos del catolicismo en un tiempo pasado, cuando ésta había sido la religión de naciones “prepotentes” e “imperiales”. Por otra parte, incidía con notable perspicacia en que la nueva civilización técnica e industrial, la del siglo XX, se abría más a lo religioso que la científica propia de los siglos anteriores. Finalmente, llamaba la atención acerca de lo que el ejemplo del catolicismo podía aportar a las nuevas tendencias revolucionarias: su universalidad, su capacidad de “convivencia” y una “organización preciosa” [2]. Pero todo ello se engarzaba para subrayar que si de religiosidades y morales había que hablar en el siglo XX estas eran distintas de las de otros tiempos. Porque se trataba ahora de revoluciones y de incorporaciones de las masas a la lucha política y para ello era necesaria una moral nacional y no, precisamente, la católica:
¿La moral católica? No se trata de eso, camaradas, pues nos estamos refiriendo a una moral de conservación y de engrandecimiento de ‘lo español’, y no simplemente de ‘lo humano’. Nos importa más salvar a España que salvar al mundo. Nos importan más los españoles que los hombres. Y todo ello, porque tanto el mundo como los hombres son cosas a las que sólo podemos acercarnos en plan de salvadores si disponemos de una plenitud nacional, si hemos logrado previamente salvarnos como españoles (Ledesma 1981, 62).
Así pues, dos morales diferentes, de las cuales una, la fascista, era políticamente superior que la otra, que debería quedar en el ámbito de lo privado. Además, la confusión entre una y otra moral solo podría acarrear confusiones funestas. No en el pasado, cuando la moral católica había sido la moral nacional unánime de los españoles y ello había conducido a España a la grandeza y al Imperio. Pero eso era el pasado, porque – y aquí Ledesma tocaba un supuesto ya apuntado por Redondo – la unanimidad católica de los españoles había desaparecido tiempo atrás y por mucho que la mayoría de los españoles fuera católica no habría mayor equívoco que intentar retroceder en el tiempo: “Algún día la unidad moral de España era casi la unidad católica de los españoles. Quien pretenda en serio que hoy puede también aspirarse a tal equivalencia demuestra que le nubla el juicio su propio y personal deseo”. Y, por esta vía, el líder fascista podía llegar a ver a la religión católica como un obstáculo potencial para el verdadero patriotismo. Un patriotismo que no podía ser católico ni monárquico, que habría de ser directo y sin intermediarios, popular, surgido de las masas y orientado hacia ellas: “Fe y credo nacional, eficacia social para todo el pueblo pedimos”. Incluso en el plano de los símbolos habría de remarcarse la superioridad de los fascistas: “El yugo y las saetas como emblema de lucha, sustituye con ventaja a la cruz para presidir las jornadas de la revolución nacional” (Ledesma 1981, 64, 96).
Puede decirse, en resumen, que tanto Onésimo Redondo como Ramiro Ledesma se movían en unos planos seculares bien alejados de cualquier aspecto de “cruzada” católica. Naturalmente, esto no quiere decir que no hubiera acentos particulares en algunos dirigentes fascistas, ambigüedades o complicidades con otros elementos de la derecha española (Gallego 2014). Algo de esto se podía apreciar en Falange Española, la cual nacía en 1933 para situarse más a la derecha de las JONS de los dirigentes mencionados. En el terreno que nos ocupa, esto se apreciaba claramente en los “Puntos iniciales” de diciembre de 1933 (Primo de Rivera 1971, 85-93) – más exactamente, en el punto VIII, “Lo espiritual” – en el que se hablaba de la “interpretación católica de la vida”, como la “verdadera”, además de ser “históricamente” la española. Con todo, no debe ignorarse que en esos mismos puntos se formulaba la conocida advertencia frente a eventuales injerencias de la Iglesia: “Ni menos que vaya a tolerar (el Estado) intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional”. Y en el punto dedicado a “La conducta” – el IX –, en el que no había mención alguna a la Iglesia o la religión católica, se hablaba de “Cruzada”, pero en relación con “el resurgimiento de una España grande, libre, justa y genuina”; y era a esa “cruzada” nacional a la que deberían concurrir los elegidos con el espíritu aprestado para “el servicio y para el sacrificio”.
Por otra parte, esas ambigüedades se fueron decantando progresivamente hacia una línea más secular y orientada hacia nociones propias de la religión política fascista. Así en 1934, producida ya la fusión con las JONS, los veintisiete puntos de Falange, desconocían el carácter “verdadero” de la religión católica, hablaban de la incorporación de un no mejor precisado “sentido católico” y mantenían las advertencias frente a posibles intromisiones de la Iglesia (punto 25). Por contraste, el enunciado del punto 23 no era nada ambiguo a la hora de definir como misión esencial del Estado conseguir a través de la educación un “espíritu nacional fuerte y unido e instalar en el alma de las futuras generaciones la alegría y el orgullo de la patria”. Por otra parte, el culto falangista de los muertos, de los caídos, de inequívoco origen fascista, tenía un contenido puramente secular. Como lo tenían las “oraciones” por los caídos de José Antonio Primo de Rivera, en las que no faltaban referencias a un nuevo sacramento, éste falangista, “el sacramento heroico de la muerte”. El mismo lenguaje del fundador de Falange estaba poblado de expresiones de connotaciones inequívocas, tales como “Fe” en la obra de Falange o en España, “redención” de esta última, “gracia”, “penitencia” y “salvación” de los pueblos, etc. Unas connotaciones religiosas que, por lo demás, llegó a reivindicar explícitamente para definir el alcance de la “misión” de su movimiento: “Otro glorioso caído. Otro mártir que, como tal, ha sabido ofrendarlo todo, hasta su vida y su sangre, en el altar de la España inmortal… Todos estamos dispuestos a llegar, como tú, hasta el supremo sacrificio por cumplir nuestra misión. Misión en el neto sentido de la palabra, en el sentido religioso” (Primo de Rivera 1971, 339-344, 203, 236-237, 171, 128-129, 513).
En suma, creemos que puede afirmarse sin asomo de duda que, contra lo que se ha venido a dar por asumido desde un claro y tautológico “sentido del después”, la Falange “republicana” era secular y laica; que más allá de reconocimientos genéricos al valor del catolicismo, respecto de lo que se movía en los márgenes de ambigüedad propios de otros movimientos fascistas, partía nítidamente del principio de la separación de la Iglesia y el Estado; que su religiosidad derivaba hacia una religión de la nación con evidentes proyecciones hacia una religión del propio partido.
Todos católicos, todos fascistas. La guerra que lo cambió todo
Todo cambió, en efecto, con la guerra civil, la cual se convirtió también en una “guerra de religión”; de ahí su temprana legitimación entre los sublevados como “cruzada”. Ciertamente, esto no suprimía la ambigüedad del término entre “cruzada nacional” y “cruzada católica”, aunque sí que esta última acepción se fue configurando como la hegemónica. En la zona nacionalista la separación de la Iglesia y el Estado, desapareció para siempre, algo que ni siquiera habían previsto los militares sublevados. Por decirlo de forma lapidaria, en la España de los sublevados todo el mundo debía de ser católico; no se podía no ser católico (Di Febo 2004; Di Febo i Moro 2005).
Claro que, por otra parte, también el fascismo, como quiera pudiese interpretarse este, se convirtió en un elemento ineludible de referencia, hasta el punto de que todo el mundo entre los sublevados podía identificarse como fascista o, al menos no enfrentarse a esta caracterización. Parafraseando lo que apuntábamos en el párrafo anterior, en la España de los sublevados no se podía no ser fascista.
Pero todo esto podría funcionar en la superficie de modo que por debajo de sus cada vez mayores protestas de catolicismo subsistía su cosmovisión fascista, del mismo modo que por debajo de muchas profesiones de fascismo latía el más puro esencialismo católico. Fue así como se generó un juego de apropiaciones y distorsiones en las dos direcciones posibles: desde el campo “católico” se intentó una apropiación distorsionada del fascismo, mientras que desde el campo falangista se hizo lo propio respecto del catolicismo. En el primer caso, cabe destacar la labor de los hombres de Acción Española, convertidos en el principal referente cultural y político de lo que se conocería como “nacionalcatolicismo”, y en especial, la de José Pemartín, quien echó sobre sus espaldas la tarea de llevar el fascismo, que decía asumir, a las aguas del tradicionalismo católico:
Los fascistas italianos o Alemania no han inventado nada para nosotros. España fue fascista con un avance de cuatro siglos sobre ellos. Cuando fue una, grande, libre y verdaderamente España, fue entonces, en el siglo XVI, cuando identificados Estado y Nación con la Idea Católica Eterna, España, fue la Nación Modelo, el Alma Mater de la Civilización Cristiana y Occidental (Pemartín 1937, 70).
Así pues, el fascismo español no solo habría sido anterior a los fascismos europeas, sino que, además, sería superior, mejor que estos [3]. Y lo sería precisamente por su carácter católico y monárquico. Consecuentemente, solo habría una forma de ser nacionalista español, la de “ser Católico siglo XVI”, ni mejor, ni más absoluta religión fascista que la católica:
Hemos dicho anteriormente que teníamos derecho en España a ser más papistas que el Papa; del mismo modo podemos ser más fascistas que el mismo Fascismo, porque nuestro Fascismo ha de ser perfecto, absoluto. ‘El Fascismo es una concepción religiosa’, ha escrito Mussolini. El Fascismo español será pues, la Religión de la Religión (Pemartín 1937, 70).
El proceso de apropiación-distorsión quedaba así cerrado. La religión fascista quedaba reconducida a religión católica y el movimiento falangista a mero auxiliar, a mera “técnica” de la tradición. Nada de esto podía ser del agrado, todo lo contrario, de los falangistas, quienes, por otra parte, estaba haciendo lo mismo que sus oponentes de Acción Española, bien que, lógicamente, en sentido contrario.
En efecto, católicos por devoción, o no, aunque ahora ya también por obligación, los falangistas aceptaron su catolicismo desde la perspectiva de incorporarlo, de reabsorberlo en su discurso específicamente fascista. Fue en este caso Pedro Laín Entralgo quien de forma más clara asumió esta tarea. Lo hizo ya en 1937, cuando los vientos de cruzada amenazaban con anegar para siempre cualquier resto de la España secular. Laín se declaraba, por supuesto, católico, pero casi como un espejo invertido respecto de la construcción de Pemartín, venía a decir que sólo había una forma posible de ser buen católico, la falangista. A tal fin, no dudaba en arremeter contra todas las formas de catolicismo – desde el asociacionismo decimonónico, hasta el de Ángel Herrera o la “Democracia Cristiana” – que venían descalificadas como enclenques y caducas, flojas y cortesanas, pacifistas y elegantes, y hasta liberales con “tufos devotos”. Todas ellas habrían carecido de vigor combativo, de pasión juvenil, de forma deportiva; habrían olvidado toda mística propagandística y todo anhelo de irracionalidad; sin impulso juvenil “católicamente revolucionario”, se habrían alejado incluso de lo genuinamente español. De todas estas carencias debería liberarse el catolicismo español con Falange y toda su mística fascista. Porque si había una espiritualidad “nueva”, esta debía ser católico-española, cierto; pero, también e incluso antes, nacionalsindicalista, la del “nacionalsindicalismo católico español” [4]. En suma, para Laín el nacionalsindicalismo católico era justo el revés del nacionalcatolicismo de Pemartín y compañía.
El un plan más histórico, aunque en la misma dirección, se orientaban las tesis de Antonio Tovar, otra falangista radical, en El Imperio de España. También aquí se puede apreciar la profunda catolización a la que había sido sometido el pensamiento falangista (Tovar 1941). Incluso la ultracatólica Contrarreforma podría llegar a convertirse en el núcleo y eje central de la Historia de España, además de en la esencia misma del pueblo español. Pero también por aquí reaparecía en seguida el principio de la absorción-distorsión. Porque, para Tovar, la Contrarreforma era por supuesto, fe católica y unidad religiosa; pero habría sido también, unanimidad popular, tensión máxima y expresión fanática. Había sido profundamente española, incluso “frente a Roma”. Intolerante y dogmática, habría negado toda autonomía al individuo. Más aún, lo habría limitado a propósito, quitándole “libertad y abandono para devolvérselo en señorío y dominio”. Al final, el verdadero objeto de veneración no era otro que España; y sus apelaciones a la vitalidad española, a las consignas ambiciosas, a los “grados de temperatura y acción” o a mantener el fuego en una “inextinguible llamarada” no dejaban duda alguna al respecto (Tovar 1941, 61, 113-117, 122 y ss., 164-177). También por aquí el cuadro estaba cerrado: allá donde Pemartín y los suyos reinventaban el fascismo para dotarlo de contenidos tradicionales y católicos, Tovar y los suyos reinventaban la Contrarreforma para identificarla con valores fascistas y totalitarios. Y lo que valía aquí en último término era la nación. Porque, incluso cuando los falangistas decían precaverse frente al “pecado de nacionalismo”, no podían evitar proyectar sobre España todas las connotaciones religiosas, de una fe profunda, “hasta cierto punto irracional” [5]. Y lo mismo sucedía cuando aludían a la exaltación de los espíritus nacionales, “tremendos ídolos que nos poseen a todos violentamente y nos hacen sentir la trágica grandeza de nuestras ‘unidades de destino’” (Tovar 1941, 90-93).
Apogeo y caída de la religión fascista
No es de extrañar, dada la radicalidad de los planteamientos enfrentados, que la tensión entre la dimensión religiosa del nacionalcatolicismo y la fascista de Falange se reprodujese de modo creciente. Por una parte, aparecía la obsesiva preocupación defensiva de los seguidores de José Antonio por presentarse como católicos ejemplares, como “hijos sumisos de la Iglesia” [6], pero, por otra, asomaba continuamente la tendencia, tan denostada por la Jerarquía eclesiástica, a la divinización de la nación, de la misma Falange o de su fundador, a quien llegaban a dedicarse Credos o Padrenuestros (Andrés-Gallego 1997, 245-247). En ocasiones, esta especie de apropiación paganizante de la liturgia católica se proyectaba hacia el pasado para mostrar en toda su complejidad el juego de sumisión-apropiación-distorsión. Así, con ocasión de la celebración del Día de Propagación de la Fe en 1939, el diario Arriba hacía la más arrebatada defensa de la obra misional de la Iglesia española, sin dejar por ello de formular una cuanto menos curiosa nómina de los “misioneros” españoles: José Antonio, “el primer misionero y fundador de la salvación de España”; Ignacio de Loyola, “fundador de la Falange de Cristo”; Pizarro y Hernán Cortés, “los primeros falangistas que tuvo España” [7].
Era España, en suma, la que adquiría todos los atributos de la nación sacralizada. Como se afirmaba en un artículo de Arriba, la “Historia Patria” había vivido en los meses previos a la guerra civil su “experimentum crucis”, su “crucifixión verdadera en miles de mártires y héroes”. Tal había sido el punto límite de su caída. Pero dentro del mito palingenésico, ese mismo punto límite era también el principio de la redención, el “Domingo de Resurrección” y el inicio también del “Hispania Imperat” [8]. Redención, muerte y resurrección, salvación por arrepentimiento, fe de la juventud española… La transferencia de sacralidad en el lenguaje falangista no parece ofrecer duda alguna.
Hacia finales de 1940 y los primeros meses de 1941 esta dinámica experimentó una aceleración en el marco de la ofensiva falangista que concluiría, con su fracaso, en mayo de 1941. Buena muestra de ello sería un libro de Laín Entralgo, Los valores morales del nacionalsindicalismo (Laín 1941), en el que el autor falangista procedía a una sistematización y ulterior desarrollo de sus anteriores reflexiones, acorde con el momento de mayor radicalización del fascismo español. Precisamente por ello, dicho trabajo constituye una pieza insustituible para el conocimiento del modo en que religión política fascista y religión católica podían ser articuladas, en un sentido fascista, en un país con las características de España.
Partía Laín, en efecto, de la dificultad de articular las dos morales – la nacional y la religiosa –, entre las que debía moverse imperativamente el nacionalsindicalismo. Corrigiendo en este punto a Ramiro Ledesma, Laín no tenía inconveniente en afirmar que no existe contradicción alguna entre lo humano y lo español, que sería tanto como decir entre lo nacional y lo religioso. El problema era como articularlos; y en este marco Laín se embarcaba en un viaje por la historia de final, por lo demás, previsible. Así, en el marco de la unidad de la cristiandad propia de la Edad Media, el Pontificado y el Imperio habrían marchado, aunque no sin problemas, de la mano. Rota aquella unidad con el surgimiento de las dinastías nacionales, se habría llegado a la alianza del Trono absoluto y el Altar. Con la llegada de la democracia liberal habría aparecido, en fin, el partido político católico, la “democracia cristiana”, como instrumento de incidencia de lo religioso en el mundo político. Todas estas articulaciones podían haber tenido su validez en sus tiempos. Pero no en el siglo XX. La alianza del Trono y el Altar carecía ya de una base social como en su día la proporcionara la aristocracia; la Monarquía era ya incapaz de suscitar creencias ni entusiasmos; y la misma Iglesia tendría poco que ganar con fórmulas políticas tan frágiles. Tampoco el catolicismo político-social había resuelto el problema. Propenso a pactos y componendas, contagiado por los valores liberal-democráticos, había carecido de pasión nacional e ignorado una de las pasiones humanas más importantes, la de poderío. Y de la noción de poderío emanaría, ni más ni menos, que el “goce espléndido de la obra histórica cumplida” (Laín 1941, 66-67).
Ninguna de las anteriores experiencias valdría, consecuentemente, en los tiempos de la revolución “nacionalproletaria” y de los Estados totalitarios. Menos aún en el caso español, donde el dilema se situaría entre alguna forma de anarco-comunismo y un nacionalismo revolucionario con un “entendimiento hondamente cristiano, vital y violento”. Sería en la combinación entre las tendencias generales y la especificidad española donde cabía radicar la solución. Precisamente porque era en España en la que cabía pedir mucho más a los católicos que en otras partes. Por una parte, sentada la previa incorporación del “sentido católico”, Iglesia y Estado debían respetar el principio de la “autónoma soberanía de ambos”. Por otra, el Estado debía legislar en un sentido acorde con su carácter cristiano. Pero, sobre todo, la Iglesia debía respetar la autonomía del Estado –y aquí la beligerancia contra actitudes “intemperantes” o “extranacionales” de algunas jerarquías era más que explícita. Más allá de la crítica a estas posiciones ciegamente “suicidas”, Laín colaba lo esencial de su tesis, cual era que el respeto a la obra del Estado incluía la colaboración directa y entusiasta de la Iglesia y los católicos en la gran obra de “incorporar a todos los españoles a una conciencia histórica y alcanzar con ella poderío histórico” (Laín 1941, 94-97).
Se trataba en consecuencia de mostrar al católico la “obligatoriedad religiosa del servicio activo y entusiasmado a una política nacional”, al tiempo que de mostrar al mundo la profundidad de la solución española, aquella que, precisamente, lograba el engarce “entre una auténtica revolución nacionalproletaria y la idea cristiana de la vida y el hombre”. Una solución que, conviene resaltarlo, exigía la nacionalización, y en el sentido fascista, del catolicismo español: con la apelación a la “vena heroica de nuestro pueblo” y la incorporación “entusiasta de la Iglesia española a la obra nacional” se podría lograr el viejo lema jonsista de “no parar hasta conquistar” (Laín 1941, 106-108).
En cierto modo, las pretensiones de los falangistas españoles no diferían en exceso de los intentos de los fascistas italianos o los nacionalsocialistas por manipular, utilizar o subordinar la Iglesia o las iglesias a los propios objetivos [9]. Por supuesto, había diferencias remarcables, tales como la radical incuestionabilidad de la catolicidad absoluta del régimen franquista, o la relativa al menor peso de Falange en este. Pero no debe olvidarse que el juego de confusiones y concesiones fue también sumamente complejo tanto en Italia como en Alemania. Los nazis se presentaron con frecuencia como los auténticos defensores de la Cristiandad y sus valores; introdujeron símbolos cristianos en sus propias ceremonias; participaban en actos religiosos tradicionales; y tampoco faltaron clérigos entre sus militantes (Steigman-Gall 2003). Más lejos todavía fue ese juego de complicidades y rivalidades en Italia. El mismo Mussolini hubo de añadir una segunda parte a la Doctrina del fascismo para incidir en el respeto, defensa y protección del catolicismo por parte del Estado; se introdujo la figura del capellán en las organizaciones juveniles fascistas; y hasta las representaciones del duce se hicieron frecuentes en las iglesias italianas (Di Febo i Moro 2005). En nuestra opinión, en suma, las diferencias, incuestionables, entre el caso español y los de Italia y Alemania no deberían conducir ni a una ignorancia de la complejidad de la articulación de las dos “religiosidades” en estos últimos, ni ser utilizadas para negar la “religiosidad” política de los fascistas españoles.
A la altura de 1940-41 los falangistas podían sentir que su hora estaba próxima. Y esto les estaba llevando a radicalizar tanto sus objetivos como su lenguaje. La utilización del concepto de revolución nacionalproletaria, como síntesis de la revolución nacional-burguesa y de la revolución social-proletaria era una buena muestra de ello. Como lo era, en no menor grado, la abierta reivindicación de los valores pasionales, vitales y violentos. Una apelación a la violencia revolucionaria que se hacía derivar explícitamente de Sorel, por más que se tomase la precaución de distanciarse de las propensiones “pseudorreligiosas” de éste, o se volviese a incidir en alto valor cristiano de la violencia (Laín 1941, 39-41) [10].
En otro orden de cosas, la religión política falangista, fascista, comportaba, además de la sacralización de la nación, una voluntad totalitaria, de rechazo de toda idea que no sea la de los conversos; de afirmación de un núcleo de elegidos capaces de determinar la doctrina y su aplicación; de identificación y, sucesivamente, apropiación y sustitución de la nación por el partido, y, en fin, de la santificación del mismo. Elementos, todos ellos, que se dieron en la radicalización falangista. Fue Ridruejo quien mejor lo expuso cuando definía a Falange como totalitaria, minoritaria, exclusiva y unitaria [11]. La patria era, decía, una “síntesis trascendente”, como lo era el instrumento creado para servirla. Y era este instrumento, Falange, el que decidía quien formaba parte no ya del partido, sino del Estado y de la patria misma. En la lógica de la integración totalitaria del fascismo español, la nación sería falangista o no sería; del mismo modo que la religión – católica – debía ser entendida al modo falangista o desvanecerse en fórmulas y vivencias periclitadas. No es de extrañar que en el proceso de ambas sustituciones-distorsiones-apropiaciones, la sacralidad de la religión y la sacralización de la nación terminaran por confluir en la de la propia Falange.
De hecho, como se veía más arriba, no había hecho falta esperar mucho tiempo para ver proyectados sobre Falange los títulos de santa, eterna e inmortal [12]. Bastaría añadir tal vez que el proceso podría llegar a cerrarse con curiosas transferencias retóricas de sacralidad no ya de España a Falange sino a la inversa:
Queremos que España sea un día en el universo lo que fue la Falange en España. Queremos que sea entre las naciones lo que fue la Falange entre los partidos de una y otra banda, que le negaron el agua y el fuego, hasta que sobre todos se alzó e imperó con su signo, su grito, su doctrina, sus puntos constitucionales. Pero sin Cuaresma no se acaba con el sucio y abigarrado carnaval ni se llega a la limpia claridad de la Pascua-Cuaresma, equivalente a ascesis, a elevación en el combate por una superior perfección contra enemigos interiores y exteriores [13].
Todo esto era el proyecto totalitario de Falange, un proyecto que, junto a sus otras dimensiones ideológicas, contenía la configuración de una religión política que, por ser la del partido único, debía ser también la del Estado que aquél aspiraba a conquistar. Sin embargo, ese Estado estaba lejos de haber sido conquistado. Como reconocían los falangistas, el Estado español no era todavía el Estado de Falange, aunque podía llegar a serlo “como tendencia y como herencia inevitable” [14]. De eso se trataba justamente, de conseguir que el partido fuera de una vez por todas “constructor del Estado y poseedor absoluto del él” [15]. Si esa era la base de la radicalización falangista, las circunstancias también apremiaban. Óptimas en el plano exterior con los ejércitos del Eje controlando el continente europeo, eran menos halagüeñas en el interior. Los falangistas creían, en efecto, que estaban avanzando poco, cuando no retrocediendo, frente a sus poderosos aliados-rivales conservadores. Y, desde luego, no desconocían en ningún momento que la Iglesia era el más poderoso de todos ellos en el plano ideológico. De ahí la constante necesidad de presentarse como católicos fieles e hijos sumisos de la Iglesia. Pero de ahí también, junto con el resto de lo apuntado, la necesidad de actuar. Lo hicieron en la conocida ofensiva de mayo de 1941, para cosechar el ya aludido fracaso (Thomas 2001, 264-276; Saz 2003, 298-308).
Apoteosis del nacionalcatolicismo
Pronto se pudo apreciar que una de las facetas, y no la menos importante, de esa derrota del falangismo radical se refería a la articulación de la religiosidad católica y de la política. Y en este terreno la situación experimentó una inversión radical. No tanto por la reafirmación de la hegemonía de la Iglesia y lo católico en el plano general, cuanto por lo que se refería a la propia Falange. De hecho, los falangistas no solo perdieron la posibilidad de llevar al Estado su propia articulación de las dos religiones – o de las dos “morales” –, sino que además experimentaron en sus propias carnes ese proceso de catolización. Dicho de otro modo, ellos mismos hubieron de abandonar su propio proyecto de articulación de las dos religiones para abrazar sin contemplaciones la que había triunfado.
Ya no había ni podía haber más religiosidad que la católica. Lo afirmaba con rotundidad el nuevo secretario general de FET de las JONS, José Luis Arrese: “Los que hablan de la España neutra, de la Patria sobre todo, de la Iglesia sin clero, ni son falangistas ni saben lo que dicen” (Arrese 1943a, 41). Simultáneamente, se multiplicaron las alusiones al carácter puramente español – esto es, no “fascista” – y ortodoxo (católico) de la Falange (Arrese 1943b, 147) [16]. El diario del partido, Arriba, llegó a publicar una historia de España por entregas que, por absolutamente nacionalcatólica, se situaba casi en las antípodas de las previas construcciones de un Giménez Caballero, un Ramiro Ledesma o un Antonio Tovar [17]. Y en una editorial del mismo diario se trazaba una síntesis de esa misma historia digna de Acción Española; explícitamente deudora, por lo demás, de la obra “verdadera y definitiva” de Menéndez y Pelayo [18].
El colofón a este triunfo aplastante del catolicismo intransigente, ortodoxo y sin matices, lo constituyó la auténtica cruzada sobre la Cruzada desencadenada por el diario falangista de Pamplona Arriba España, dirigido por el famoso cura azul Fermín Yzurdiaga (Andrés-Gallego 1997, 241-257; Saz 2003, 320 y ss.). Tomando como pretexto una nota de Dionisio Ridruejo en Escorial en el que se cuestionaba la denominación de Cruzada para la guerra civil, el mencionado diario se lanzó a un auténtico linchamiento de los derrotados de mayo de 1941 y muy especialmente de Laín Entralgo, quien había salido en defensa de su amigo Ridruejo, por entonces en la División Azul. Entre una auténtica catarata de insultos, anatemas y amenazas, todo lo sospechoso de haber influido en el grupo derrotado fue sometido a la más virulenta de las descalificaciones: del 98 a Ortega, de Larra y Ganivet a Heidegger. El mensaje era claro, la guerra había sido una Cruzada y sólo los enemigos de España podían cuestionarlo.
La polémica la zanjó el diario del partido, Arriba, desmarcándose de los tonos pero asumiendo las tesis de fondo del diario pamplonés [19]. En lo sucesivo no se discutiría ya nunca más que la guerra había sido eso, una cruzada, y una cruzada religiosa, católica. La polisemia del término, tan querido por los fascistas y que ya vimos aparecer en los fundadores del fascismo español, había desaparecido para siempre en la España franquista.
También la figura del Caudillo, presentado hasta entonces con todos los atributos del caudillaje fascista, cambió radicalmente de significación. Ni siquiera habían faltado los que habían visto en dicha condición la encarnación del alma nacional” (Costa y Beneyto 1939, 148); incluso se había querido reconducir el caudillaje franquista hacia la muy significativa figura de jefe del “Partido-Iglesia” (Legaz 1940, 177-178). Pues bien, a lo largo de 1942 la figura del Caudillo dejaría de tener dimensión religiosa alguna que no fuera la tradicional. Se encargaría de legitimar el cambio de acento el que pasaría por ser el mayor teórico del caudillaje franquista, Francisco Javier Conde [20]. Su texto sobre dicho caudillaje, publicado en pleno debate sobre la Cruzada, se alineaba con quienes postulaban esa interpretación de la guerra, y obedecía, por otra parte, a la firme voluntad de diferenciar el caudillaje español respecto del de los países fascistas. A este respecto, Conde diluía el carácter carismático del caudillaje franquista para hacerlo derivar hacia las legitimidades racional y tradicional. Y si intentaba reconducir la primera al mando militar, la segunda se habría materializado en un acto de “singular relieve jurídico constitucional”: la consagración de Franco como “Caudillo por la gracia de Dios” en la ceremonia de la Iglesia de Santa Bárbara. Un acto, conviene recordarlo, que era de ofrenda de la espada en acción de gracias por la “providencia del Señor con las armas españolas” (Di Febo 2004, 83-97, 94-95). Tradición y religión, en fin. El círculo se cerraba definitivamente y toda posibilidad de religión política, alternativa o complementaria que fuera de la católica se desvanecía para siempre. La religión católica se había impuesto, bien que en una forma extrema de “politización de la religión” [21].
Epílogo
A la altura de 1942 lo esencial de la batalla había sido librado y eso en los tiempos en que los regímenes con una dimensión de religión política fascista dominaban el continente europeo. Cuando tres años más tarde estos desaparecieron lo hizo también toda posibilidad de invertir un proceso cerrado tiempo atrás. Toda posibilidad de religión política fascista había, pues, desaparecido. Esto no quiere decir, por supuesto, que desaparecieran también y al unísono los falangistas españoles. La práctica totalidad de ellos siguió sirviendo al régimen desde posiciones más o menos críticas. Falange misma asumió su oscurecimiento tanto como el nuevo y casi definitivo paso en su proceso de catolización (Thomas 2001, 353-360; Saz 2003, 367 y ss.). Años más tarde, entre 1948 y 1953, una nueva primavera falangista pareció apuntar para fracasar de nuevo. Pero ya no podían soñar siquiera con la posibilidad de rearticular los elementos y mecanismos propios de una religión política. De modo que la batalla política y cultural que libraron no pudo ir mucho más allá de reivindicar el pensamiento supuestamente revolucionario de José Antonio Primo de Rivera o lo que en el fascismo había habido de “tercera vía”. Incluso intentaron reconectar con aquellos aspectos de la cultura laica y secular española que habían estado en los orígenes culturales del fascismo español – el noventayocho y Ortega, especialmente. Eran los rescoldos de una religión política derrotada. Pero de una religión política que efectivamente existió y que por un momento soñó con tocar el cielo fascista.
Bibliografia
- Andrés-Gallego, José. 1997. ¿Fascismo o Estado católico? Ideología, religión y censura en la España de Franco (1937-1941). Madrid: Ediciones Encuentro.
- Arrese, José Luis de. 1943a. La revolución social del Nacional-Sindicalismo. Madrid: Editora Nacional.
- — 1943b. Escritos y discursos. Madrid, Ediciones de la Vicesecretaría de Educación Popular.
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- Carnicer, Miguel A. Ruiz, editado por. 2013. Falange. Las culturas políticas del fascismo en la España de Franco (1936-1975). Zaragoza: Institución Fernando el Católico.
- Costa, José María y Juan Beneyto. 1939. El Partido. Estructura e Historia del Derecho Público Totalitario, con especial referencia al Régimen Español. Zaragoza: Colección Hispania.
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- Pemán, José María. 1939. La historia de España contada con sencillez. Madrid: Esleicer.
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- Tovar, Antonio. 1941. El imperio de España. Madrid: Ediciones Afrodisio Aguado.
- Thomas, Joan Maria. 2001. La Falange de Franco. Barcelona: Plaza y Janés.
Note
1. La obra de referencia fundamental sobre el nacionalcatolicismo sigue siendo: Botti 2008. Entre la abundante bibliografía sobre la cultura política fascista en España, puede verse la obra colectiva: Carnicer 2013. Un tratamiento conjunto de ambas durante el franquismo en: Saz 2003.
2. Ledesma, Ramiro. 1930. “El concepto católico de la vida.” La Gaceta Literaria septiembre 15.
3. Esta era la línea argumental de los hombres de Acción Española. Véase, por ejemplo: Pemán 1939, II, 212 y Vegas Latapie, Eugenio. 1936. “Romanticismo y democracia.” Acción Española 87.
4. 1936. “Sermón de la tarea nueva. Mensaje a los intelectuales católicos.” Jerarquía 1: 33-51. 1937. “Meditación apasionada sobre el estilo de Falange.” Jerarquía 2: 164-170. 1937. “Raíz y sentido de las organizaciones católicas.” Arriba España enero 31. 1937. “Lo católico.” Arriba España febrero 7, marzo 7 y marzo 21. 1939. “Nacimiento y destino de tres generaciones. La generación de anteguerra: Herrera.” Arriba España julio 11.
5. 1938. “Nación, unidad e imperio.” En Curso de orientaciones nacionales: 309-319.
6. 1939. “Pastoral oportuna.” Arriba junio 30.
7. 1939. “Sentido misional de España.” Arriba octubre 22.
8. 1939. “R.”, “Redención y Resurrección.” Arriba marzo 24.
9. Véase cuanto apunta Gentile a propósito de la estrategia sincrética del régimen fascista dirigida a asociar al catolicismo con su proyecto totalitario: Gentile 1993, 136-137.
10. En el mismo sentido, Ridruejo, Dionisio. 1941. “Ser revolucionarios.” Arriba abril 27.
11. Ridruejo, Dionisio. 1949. “La patria como síntesis.” Arriba octubre 29. En el mismo sentido, Lissarrague, Salvador. 1949. “Lo nacional y lo falangista.” Arriba noviembre 26.
12. 1940. “La serpiente y la lima.” Arriba febrero 18.
13. 1939. “Combatir.”, Arriba noviembre 4.
14. Maravall, José Antonio. 1940. “La Falange en el Estado.” Arriba noviembre 14.
15. Ridruejo. “La Patria.”, cit.
16. 1942, “Mimetismo y heterodoxia.” Arriba enero 18.
17. de Urrutia, Federico. 1941. “La Cristiandad, el Imperio y la Falange.” Arriba agosto 3, 7, 12, 16, 21 y 30. Véase al respecto: Saz 2003, 316-317.
18. 1942. “La Fe y la unidad de la Patria.” Arriba abril 7.
19. 1942. “Cruzada”, Arriba febrero 20.
20. 1942. “El Caudillo. Doctrina del Caudillaje.” Arriba febrero 4-8.
21. Para la distinción entre religión política y politización de la religión: Gentile 2001, XIV-XV, 210-218; Moro, 2005.